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Jorge Martínez, vocalista de Ilegales. Álex Piña

Muere Jorge Ilegal y deja huérfano al rock español

El líder de Ilegales era una magnífico letrista, un guitarrista demoledor y un tipo listo sin hueco para la corrección política y lo convencional

M. F. Antuña

Gijón

Martes, 9 de diciembre 2025, 11:51

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Tras la fachada de tipo duro capaz de romperle la cara al más macarra del lugar se escondía una sensibilidad artística apabullante, soberbia, como lo era esa cabeza siempre rapada y perfectamente amueblada, nacida para la incorrección política, para la insolencia, la provocación, la batalla verbal, la caña musical, la fiesta y la bulla. Para vivir la vida y cantarla con bajo, batería y guitarra. No necesitaba más. Uno de los más grandes de la música española se va. Jorge Martínez, Jorge Ilegal, Jorjón, esa estampa espigada y desabrida que ha pasado más de cuatro décadas llenando los escenarios de España y el mundo de buen rock and roll causa baja y deja un vacío tan inconmensurable como lo es su legado.

Era el 'frontman' al estilo clásico, era Ilegales, era un guitarrista demoledor y un letrista brillante. «No me dan miedo los caprichos de la suerte/ La certeza de la muerte o lo que pueda perder/ Y no me asusta la inconstancia de la fama/ Mi vida entre las hormigas no me hace bien ni mal». Así se cantaba en 2017 en 'Mi vida entre las hormigas', un tema que le contaba a la perfección y que dio título a un documental sobre su vida y obra que dejó a más de uno con la boca abierta.

Se confesaba en ese tema un raro feliz de serlo. Era libérrimo en todo Jorge Martínez, nacido en Avilés en 1955, crecido para la música en Gijón donde paseó por el San Lorenzo de su juventud su célebre stick de hockey y afincado en Oviedo para pulular y poblar su noche. Era de todo menos un personaje convencional este músico cultísimo que tenía entre sus aficiones la de coleccionar soldaditos de plomo, quizá por aquello de que se hallaba entre sus ancestros Pedro Menéndez de Avilés. Pero el origen aristocrático y militar de su familia no le llevó por los caminos del orden y la ley sino todo lo contrario. Con su hermano Juan (Los Ruidos) fundó su primera banda, Madson. Luego llegarían Los Metálicos y en 1983, Ilegales, con Íñigo Ayestarán al bajo y David Alonso a la batería, que aterrizó como un obús en esos icónicos y volcánicos ochenta españoles para deslumbrar con temazos que son historia como 'Tiempos nuevos, tiempos salvajes' o 'Yo soy quien espía los juegos de los niños'. Con una foto coloreada de Ouka Leele de un tipo disparándose en la sien, se erige el álbum en emblema del rock nacional e incluye un canción tan cantada en mil bares y romerías como 'Hola Mamoncete'. Quien no se la sepa que levante la mano.

'Agotados de esperar el fin', 'Todos están muertos', 'Chicos pálidos para la máquina', 'Regreso al sexo químicamente', 'El corazón es un animal extraño', 'Si la muerte me mira de frente me pongo de lao', 'El apóstol de la lujuría', 'Mi vida entre las hormigas', 'Juventud, egolatría' fueron componiendo una discografía como Ilegales que tuvo también su parón para que el músico ecléctico enemigo del reguetón diera rienda suelta a otros sabores y saberes musicales con Jorge Ilegal y los Magníficos, que recuperó la esencia de las orquestas de los años cuarenta y cincuenta a ritmo de guarachas, tangos y chachachá. Eso fue allá por 2011.

Pero el rockero nunca se fue. Con diferentes formaciones y con la pérdida de Jandro Blanco, quien fuera su bajista como un mazazo inmenso allá por 2016, él mantuvo viva una banda solvente y contundente que hasta el último momento cosechó llenazos y se ganó el aplauso del público español y latinoamericano.

Y un buen día sopló cuarenta velas sobre los escenarios y en lugar de versionarse a sí mismo o marcarse un 'greatest hits' se reinventó en 'La lucha por la vida', un álbum de temas nuevos con artistas como Loquillo, Josele Santiago, Andrés Calamaro, Luz Casal, Dani Martín, Enrique Bunbury o Iván Ferreiro. Porque si de alguien tenía el mayor respeto y la reverencia absoluta Jorge era de sus colegas de la música.

En 2021 cuando llegó al mercado ese álbum resumía el porqué de su éxito: «El rock no envejece porque apela a la propia naturaleza humana». Era para él algo tribal, comunicativo, catárquico, sanador. Era también un arte en el que hay que posicionarse: «Vivimos en una cultura dineraria, pero nosotros somos artistas, y lo que prima es el arte. No hemos asumido los riesgos de todos estos años para ahora hacer lo que hace todo el mundo. Nosotros somos los buenos. Y hay que ser muy duro para ser de los buenos», clamaba un tipo capaz de citar a Schopenhauer y a Nietzsche y de hablar con endiablada vehemencia y sin un solo pelo en la lengua de la música, de la vida, de la política. Y las canciones, que a él le atacaban por sorpresa: «Son unas hijas de puta, las canciones llegan a cualquier hora. A las cuatro de la mañana, cuando estás dormido en lo mejor, me levanto y cojo la guitarra. Y otras veces me llaman cuando estoy en lo mejor de la fiesta y me tengo que ir. Hay que hacerlo así, porque las canciones, como se vayan, ya no vuelven nunca», contaba el músico.

«He hecho todo lo que me ha dado la gana y he tenido mucho éxito en la vida», decía en esa misma entrevista, en la que recordaba los inicios, los tiempos medios y los finales. En todos ellos vivió a la grande. Se lo pasó pipa. Y esa es siempre la gran victoria de cualquier ser humano. Dejaba otra frase para la historia al celebrar esas cuatro décadas: «Pediría prórroga, volvería a empezar. Con esto me pasa como con los conciertos: sales con tanta energía que quieres volver al principio». No hay prórroga, pero siempre nos quedarán los discos.

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