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Selfie con la sin par María del Carmen de Casa Avelina.
El bosque desanimado
El Camino Inglés, de Ferrol a Santiago de Compostela

El bosque desanimado

Hasta que llegamos al multiverso de Casa Avelina

Martes, 15 de agosto 2023, 19:31

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Etapa 4

  • Betanzos-Hospital de Bruma 24 kilometrazos entre pecho y espalda.

Salimos de Betanzos cuesta arriba, con viento, con lluvia. No es una lluvia arrasadora, de la que arrastra los pecados y los recuerdos, sino una lluvia fina, casi impalpable, como de azúcar glas, pero que cala incluso más que la otra, y se te va metiendo en las zapatillas, y te pincha la cara convertida en un millón de alfileres diminutos, y te moja por fuera y por dentro, y el chubasquero se te pega a la piel como la cortinilla de la ducha del hostal.

Caminamos en silencio, cansados casi antes de empezar, empujados por un bastón y un algo más que no sé lo que es, supongo que una mezcla entre cierto pundonor y un afán de superación desconocido hasta ahora. En mi caso, además, hay que añadirle la cuestión laboral. Y un asunto que llevo a medias con el santo. No con mi santo, sino con el otro, con el Apóstol: puesta a buscarle a este peregrinar un sentido que vaya más allá de lo crematístico, he hecho un trato con Santiago, que siempre es mejor negociar con los mandos intermedios que con los jefes. Y que, si mi señorito es tela, el del Apóstol ni te cuento.

A través del bosque hacemos kilómetros y kilómetros completamente solos, que por aquí no asoma ni el bandido Fendetestas. Y no será porque el paisaje carezca de misterio: de cuando en cuando, entre la espesura de los helechos, aparece una portezuela entreabierta que lo mismo puede conducirte a un pazo que al otro lado del espejo.

Llevamos tres horas andando. Parece que no avanzamos porque el número de kilómetros no baja en los mojones. Ha dejado de llover, pero nos vendría bien un café que nos calentara el cuerpo. ¿Dónde están los ángeles cuando se necesitan? Afortunadamente, nos topamos con un bar regentado por una parroquiana que mira a los peregrinos con la superioridad moral que da ser gallega y no haber hecho el Camino en la vida. «Pedid el bocata de jamón, que está buenísimo. Y el de tortilla también», nos dice una pareja de chavales con pinta de dirigirse a Santiago para okupar (con k) la catedral. Son muy majos y muy dispuestos. Y, tras el bocata, se fuman un canuto del tamaño del botafumeiro.

Al poco, llega al bar un tipo que hemos visto un par de veces. Me llama la atención que esté haciendo el Camino sin compañía alguna. «Así salgo y entro cuando quiero», me dice. Le gusta andar, tanto que ha hecho cinco rutas jacobeas distintas. Mientras el tipo sigue desayunando, volvemos al sendero. Al cabo de un rato, nos alcanza y nos pasa. Es un adelantamiento humillante: nosotros vamos encorvados, lentos, echando nuestro peso sobre los bastones; él camina tieso como una vela y más rápido que el Correcaminos. «Normal que vaya solo: ¿quién le va a seguir el ritmo?», apunta mi cuñada Isa.

Otro mojón maldito.

En los tramos rectos vamos hablando entre los cuatro pero, según empiezan las subidas, comenzamos a separarnos y a aumentar el silencio y la distancia entre nosotros: cada uno va librando su propia batalla. Así atravesamos el último tramo, un páramo azotado por el viento y la lluvia, la versión coruñesa de 'Cumbres borrascosas', hasta el punto que, en el horizonte, me parece ver a las hermanas Brontë, tres sevillanas a las que mi santo, más prosaico que lírico, rebautiza como Las Diésel porque avanzan lentas, pero seguras.

En medio de ninguna parte, Isa recibe una llamada de teléfono. De repente, rompe a llorar. Nos asustamos. «Que no, que estoy llorando de alegría. Era una amiga que estaba esperando los resultados de unas pruebas oncológicas, y han salido negativas. Hija, que yo también llevo mis tratos con el Apóstol», me dice entre risas. Reconfortados, seguimos caminando. Y nos topamos con Casa Avelina.

Casa Avelina es un bar-estanco junto a la carretera. Fundada por la abuela Avelina, hoy lo regentan sus dos nietas. «Mi madre se llamaba Carmen, a secas, pero yo soy María del Carmen», se presenta una mujer que ha salido del interior del local en cuanto nos ha oído arrastrar las sillas metálicas. Bajita, con piel transparente, gafas de ver color caramelo y aspecto de monja laica, María del Carmen tiene una energía capaz de poner en marcha una central nuclear: nos coloca taburetes debajo de los pies para que descansemos, le trae a mi santo hielo envuelto en papel de periódico porque le ha oído decir que le duele el dedo gordo, nos saca dos chorizos y un queso fresco con una tabla de cortar para que comamos lo que nos apetezca, acompaña a unas peregrinas alemanas hasta el interior de un taxi, le trae más hielo a mi santo, le da a un niño un paquete de bizcochos de soletilla «para que tome algo dulce el rapaciño», nos coge de la mano, nos lleva a ver la ermita de San Roque, nos hace abrazar el árbol del peregrino en corro, nos regala estampas del santo, nos enseña una maceta hecha con flores de ganchillo, nos dice «¡Tóquenlas, señores, tóquenlas! ¡Tóquenlas, tóquenlas!». Y las tocamos, claro, porque a María del Carmen, a su amor desbordante y agotador y a su abrumadora capacidad de servicio es imposible decirle que no. Ella es el auténtico ángel del Camino, es el multiverso, es todo a la vez en todas partes.

Las Diésel llegan a Casa Avelina. Son unas tipas muy salerosas que se alojan en el mismo hostal que nosotros, así que quedamos para tomarnos un vinito antes de cenar. Lo que aún no sabemos es que jamás nos tomaremos ese vino. Nunca.

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