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Seis de las siete víctimas mortales de los envenenamientos: Mary Reiner, Mary McFarland, Mary Kellerman (en la fila superior), Stanley Janus, Adam Janus y Paula Prince.

Cianuro, siete muertes y un fantasma mantienen el misterio de los 'asesinatos de Tylenol'

Muere a los 76 años en Estados Unidos el único sospechoso del caso de envenenamiento masivo de medicamentos que obligó a las farmacéuticas a mejorar la seguridad de los envases hace cuatro décadas

M. Pérez

Sábado, 15 de julio 2023, 01:16

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Mary Kellerman se despertó el 29 de septiembre de 1982 con dolor de garganta. Tenía doce años. Residía en la ciudad de Elk Grove, en Illinois. y sus padres le dieron una cápsula de Tylenol, una popular marca de paracetamol en Estados Unidos. En un par de horas Mary murió súbitamente en el cuarto de baño. No existió ni siquiera un minuto de esperanza para su familia.

Arlington Heights es una localidad corriente de casi 80.000 habitantes. Adam Janus vivía el 29 se septiembre ajeno al drama que se desarrollaba en Elk Grove. También se había levantado con cierto malestar físico. Antes de comenzar a repartir la correspondencia entre sus vecinos, este joven cartero de 27 años acudió a una tienda generalista, compró un frasco de Tylenol y se tomó dos pastillas. Poco más tarde falleció en el hospital. «Le dijeron a mi familia que había muerto de un ataque al corazón y nuestra respuesta fue: ¿Por qué iba a morir así?», recuerda una de sus sobrinas.

Al día siguiente, durante las honras fúnebres, Stanley, el hermano de Adam, y su mujer, Theresa, ambos recién casados, sintieron un fuerte dolor de cabeza. Entraron en casa, encontraron el bote de analgésicos y se tomaron un par de cápsulas. Él murió casi al instante. Su pareja, dos días más tarde. No transcurrió una semana hasta que las autoridades contabilizaron otros tres fallecimientos repentinos e inexplicables en un radio relativamente próximo: Mary McFarland, de 31 años, Mary Reiner, de 27, y Paula Prince, de 35 años. La Policía solo encontró un nexo común entre todas las víctimas: habían consumido Tylenol antes de morir.

Los investigadores empaquetaron los frascos y los enviaron al laboratorio. Pero bastó que un impulsivo fiscal presente en uno de los escenarios mortales dejara caer un puñado de cápsulas en su mano y las oliera para descubrir el aroma a almendras amargas del cianuro. Un examen posterior reveló que alguien había inyectado el veneno en un determinado número de frascos y los había recolocado en las estanterias de varias farmacias elegidas al azar. Un millón de envases fueron revisados con urgencia en el área donde ocurrieron los envenenamientos. En tres se encontraron capsulas adulteradas con cianuro. Una de ellas se localizó en una farmacia. Las otras dos las entregaron a la Policía sendos particulares que las habían comprado días antes.

Lewis, que defendió su inocencia en numerosas ocasiones, falleció el 9 de julio en su casa de Cambridge.

Cuarenta y un años depués de aquella atroz sucesión de tragedias que aterrorizaron a Estados Unidos, los 'asesinatos de Tylenol' siguen sin resolverse. El único sospechoso, James William Lewis, murió el domingo, 9 de julio, en su casa de Cambridge (Massachusetts). Tenía 76 años y su óbito ha sido atribuido a causas naturales. Si en realidad fue el autor de aquellas muertes, se ha llevado el secreto a la tumba. Si no lo fue, los investigadores, que no han tirado la toalla en cuatro décadas, continúan teniendo un rompecabezas ante sí.

Un millón de dólares

Lewis siempre fue una figura ambigua en este caso. El FBI le detuvo después de que enviara una carta anónima a la farmacéutica fabricante del Tylenol exigiendo un millón de dólares para dejar de envenenar los analgésicos. Explicaba que apenas se había gastado 50 dólares en contaminar varios botes y si quería «parar la matanza» la compañía debía pagar. Sin embargo, a los detectives siempre les ha extrañado que el individuo facilitase una cuenta bancaria para ingresar el dinero y que el papel de la carta tuviera el membrete de una firma comercial; dos hechos que precisamente no ayudan a mantener el anonimato.

Nunca pudo probarse la veracidad de aquel mensaje. La mujer de Lewis había sido despedida recientemente de su trabajo. Por eso, su pareja utilizó al parecer un folio con el membrete de la empresa para escribir la nota de chantaje. Hubo investigadores que concluyeron que el sospechoso había montado todo el ardid únicamente con la intención de involucrar a los exjefes de su esposa, aspecto que él mismo corroboró en su declaración policial. Aun así, acabó en la cárcel por intento de extorsión.

Carta manuscrita de chantaje que James Lewis envió a la farmacéutica. Archivos Nacionales

En realidad, la Policía nunca le sacó de su radar durante estos últimos 41 años. Lewis, que en realidad se llamaba Theodore Elmore, era el menor de siete hermanos en una familia desestructurada de Memphis. Su padre se marchó de casa. Luego su madre los abandonó cuando todavía eran unos críos. Corría la década de 1960. Un comerciante se dio cuenta de que algo anormal sucedía cuando sorprendió a una de las hijas robando leche. Solos, sin más allegados, terminaron en un orfanato. Theodore fue adoptado por una familia que le cambió el nombre por el de James Lewis. Bajo esta identidad acuñó un historial de problemas psicológicos, tendencias conflictivas y notables estudios. Tampoco sería su primer alias.

La Policía interrogó a todos los empleados de la farmacéutica, que fueron descartados como sospechosos, indagó en un dudoso mundillo de químicos 'caseros' y analizó exhaustivamente la carta de extorsión, Encontró suficientes indicios para identificar al autor, un vecino de Chicago conocido como Robert Richardson, aspirante a escritor, que había trabajado en varios empleos, uno de ellos la distribución de medicamentos. El sospechoso había enviado también cartas a varios periódicos e incluso le escribió al presidente Ronald Reagan conminándole a bajar los impuestos.

Richardson y su esposa habían abandonado Chicago días antes de las primeras muertes por cianuro y se encontraban en paradero desconocido, aunque los sobres llevaban un matasellos de Nueva York. Chicago, la ciudad más poblada de Illinois, de la que se marcharon abruptamente, se encuentra a 35 minutos de Elk Grove y apenas 45 de Arlington Heights.

Treinta y un millones de envases del analgésico fueron retirados del mercado.

Los informativos difundieron su foto. Pasados unos días, David Barton, sargento de Policía de Kansas, veía la televisión. Dio un salto en el sillón. Richardson aparecía en la pantalla. Pero él contemplaba en realidad a James Lewis, a quien había investigado cuatro años antes por la desaparición y muerte de un vecino de 72 años cuyos restos desmembrados fueron encontrados gracias al intenso calor del verano de 1978. Rápidamente llamó al FBI para comunicarles la auténtica identidad del hombre al que buscaban y su escabroso historial.

Lewis salió airoso del asesinato por una irregularidad técnica en su arresto y la ausencia de pruebas solidas suficientes para demostrar que hubiera disparado a su vecino y despedazado el cuerpo. En su coche se halló una treintena de cheques sin cobrar, todos ellos puestos a su nombre y firmados por su vecino.

También se le investigo por su presunta participación en una estafa financiera. Al parecer, solicitaba tarjetas bancarias a nombre de terceras personas y luego las utilizaba hasta que la sucursal decidía bloquearlas. La clave estaba en pedir al banco que enviara la tarjeta a domicilio, siempre en zonas rurales donde los carteros depositaban la correspondencia en buzones colocados al pie de los caminos. Lewis montaba un buzón falso delante de la dirección que él mismo había indicado a la oficina bancaria y luego, cuando el repartidor había dejado la tarjeta en su interior, recogía el buzón, lo metía en una furgoneta y se lo llevaba.

Los retos de iniciación

En el registro de su casa, la Policía encontró numerosos documentos, legajos y una especie de «manual del crimen», como lo describió en su momento el 'Chicago Tribune' en una excelente serie de reportajes de investigación. El librillo proponía consejos como el de alterar la caligrafía al escribir un mensaje, usar siempre guantes o una esponja húmeda para cerrar los sobres con el fin de evitar dejar restos de saliva. También planteaba 'retos' de iniciación, como robar una decena de biblias en el vecindario o alquilar un coche con una identidad falsa. En ese momento, a los investigadores se les pasó por alto un libro sobre venenos.

Pese a todo, los agentes no dieron con evidencias sólidas contra Lewis, tan solo indicios circunstanciales. Por su carácter también encajaba en el perfil de un torpe conspirador-estafador, pero lejos de la imagen de un asesino en serie capaz de matar de forma sibilina y sofisticada. Cuando fue detenido en 1982, ofreció a la Policía una descripción bastante buena de cómo realizar los envenenamientos, pero siempre puntualizó que se trataban de «posibles ecenarios» con los que él quería ilustrar a los policías desde un punto de vista teórico. Defendió su inocencia ante los medios con la misma vehemencia que calificaba al envenenador de «monstruo».

La Policía ha reabierto el caso en varias ocasiones, En 2009 se incautó de un ordenador personal del sospechoso. Y el año pasado la Policía de Illinois intento formalizar una nueva acusación. Los agentes trabajan en la actualidad con técnicas de ADN, inexistentes en 1982 con la precisión necesaria, con el fin de buscar en los frascos de Tylenol posibles indicios biológicos del culpable.

Algunas medidas de protección introducidas por la industria: blíster herméticos, comprimidos sin cápsulas de gelatina y frascos con tapones de seguridad.

La oleada de muertes se convirtió en 1978 en un fenómeno terrorífico, Los estadounidenses entraron en pánico. La famacéutica eliminó del mercado 30 millones de frascos de Tylenol por precaución. La desconfianza sobre otros medicamentos de uso corriente también se hizo patente. En aquella época, varios fármacos corrientes se envasaban simplemente dentro de un bote protegidos con un algodón. Siguiendo la pauta del envenenador desconocido, cualquier ciudadano podría comprar un frasco de pastillas, contaminarlo y dejarlo más tarde en las estanterías de una farmacia.

Hoy, cualquiera que compre un medicamento se encontrará con envases sellados, precintos de plástico en los tapones, hilos de seguridad o estuches de tipo blíster. Si alguien se pregunta por la razón de este tipo de envoltorios, debe remontarse a aquellos asesinatos, Porque son medidas que la industria farmacéutica implementó entonces para garantizar que ningún fármaco pudiera manipularse. O que cualquier manejo indebido resulte evidente. Los trágicos crímenes de Illinois también aceleraron los procesos para crear envoltorios más sólidos que la gelatina y convertir en pastillas las formulaciones en polvo que necesariamente debían encapsularle. Porque, hoy por hoy, el envenenador teóricamente sigue campando a sus anchas.

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