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Julia Fernández y Gonzalo De las Heras
Jueves, 28 de julio 2022, 00:03
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Hemos iniciado la conquista de Valencia. Como el Cid, con la moral bien alta, hemos salido de Teruel, que espera duplicar su población los próximos cuatro días por las celebraciones del toro de cuerda, y hemos puesto rumbo a lo salvaje, al interior, a las pistas… Como decía ayer Gonzalo, nos hemos desacostumbrado a la civilización. Eso sí, me voy con cierta pena porque me hubiera gustado quedarme un par de días a conocer la capital de provincia menos poblada de España (35.691 habitantes). En este viaje, me llevo una lista de lugares a los que volver con más calma en el que también están Albarracín, Sigüenza y Atienza.
Decía que hemos salido con la moral alta, aunque yo he sufrido un par de reveses que no han minado la emoción pero sí mi ego. Me he vuelto a caer dos veces… ¡de parada! En una ya me había bajado hasta de la bici. Como comprenderán, no me he hecho daño físico. Pero este hecho es síntoma de que va haciendo mella el cansancio y se duplica la torpeza. Afortunadamente, no hay testimonio gráfico de ningún tipo del asunto que pueda convertirse en un meme cualquiera en los grupos de amigos de WhatsApp.
Como sigue haciendo mucho calor, hoy hemos hecho pocas paradas. La idea era tirar todo lo posible desde bien pronto para que no nos pillara la peor parte del día, que suele ser a partir de las 11.00 horas. Hemos pasado por todo tipo de pistas, aunque la mayoría fáciles, y de paisajes alucinantes… pero vacíos. En los primeros 20 kilómetros no hemos encontrado un solo pueblo, por ejemplo. Y es que estamos en la segunda zona de España con la densidad de población más baja: 9.6 habitantes por kilómetro cuadrado. La primera es Soria.
Pese a todo, nos ha dado tiempo para tomar una 'almuercico', honrando así la sana costumbre campestre. Ha sido gracias a Paco, que nos ha franqueado la puerta de su asador, La Carrasca, en Mora de Rubielos pese a que no estaban abiertos todavía. Era mediodía. «Pasad, pasad. Queréis tomar algo fresco, supongo. ¿Y algo de comer también?». Hemos asentido como dos niños pequeños cuando les ofrecen un helado. «Llegáis en la hora tonta de la hostelería», nos dice. «Estábamos a punto de comer nosotros», confiesa. Y efectivamente, solo había una mesa puesta con tres platos: para él, para Eva, su mujer, y para Juan. «Dos valencianos y un turolense», ríen.
Nos sacan un «blanco y negro», que es un bocata con butifarra de ambos colores hecha en las brasas y un par de cervezas. Yo casi me quedo a vivir de lo delicioso que estaba. Y en este tiempo en el que comemos con ellos nos da para hablar un rato. Estamos en la comarca de las sierras de Gúdar y Javalambre, un enclave ideal para practicar 'mountain bike', la caza y ver las estrellas, literalmente. En esta zona se concentran la mayoría de los pueblos más altos de España.
Pero en realidad de lo que hablamos es de la vida en general. De la 'slow life' concretamente. Ellos viven en Llíria, que es Valencia, y ya tienen «a la niña criada». Vive en Barcelona. Su perro se murió hace poco y solo tienen «un gato okupa» al que alimentan gustosamente, eso sí. Así que están en ese punto de la vida en el que no quieren más de lo que tienen: «Me basta así… Es tiempo de que la 'jefa' y yo disfrutemos», asiente Paco. Aún así, no piensan dejar el asador ni por asomo.
Nos despedimos dándoles las gracias porque al final nos han abierto la puerta de su casa para reconfortarnos el estómago. Nos quedan doce kilómetros hasta nuestro destino: Rubielos de Mora.
No eran muy originales poniendo nombres por aquí, desde luego. Pero ojo, no confundirlos, que Gonzalo lo ha hecho y aquí los paisanos ya le han avisado: «Ojito, chaval, jajajaja». Rubielos era zona de maquis en la Guerra CIvil y ahora uno de los pueblos más bonitos de España. También le llaman Pórtico de Aragón. Ha recibido varios premios por la conservación de su patrimonio arquitectónico, donde destacan sus casas solariegas.
«Nos jactamos de que en verano podemos dormir con la ventana abierta y entra el fresco», nos dice Roberto, nuestro hotelero, cuando nos ve llegar sudorosos y polvorientos. Sin embargo, hoy no va a ser. «Cosas del cambio climático, está claro. Este año, por ejemplo, no ha nevado en el pueblo y eso es raro raro», lamenta. Mientras, la pequeña Alicia chapotea en la piscina emocionada. Acaba de aprender a nadar. Gonzalo suelta las maletas: ya sabe donde va a pasar el resto de la tarde.
Hay pocas cosas que sean más sensibles a la pendiente que las piernas de un ciclista, sobre todo si está cansado, pero una de ellas es un tren. Fíjense que miden la inclinación de las cuestas allí donde el resto de vehículos hablamos de tantos por ciento en unidades de millar. Porque los trenes, pese a su potencia, apenas pueden superar inclinaciones que para un ciclista serían leves. Es por eso que las vías verdes son una bendición: una vez retirados los raíles y las traviesas, afirmado el terreno, lo que queda es un plano inclinado perfecto, constante, ideal para ganar altura de forma gradual, sin los sobresaltos de una rampa a traición.
En eso pensaba cuando consulté el ciclocomputador para ver que llevábamos ya veinte kilómetros de ascenso constante, prácticamente desde que hemos salido de Teruel capital –una vez solventada la retahíla de rotondas dirección Sagunto– hacia la Sierra de Gúdar.
Es el segundo segmento que recorremos de la Vía Verde de los Ojos Negros, pues ya la habíamos pisado durante unos kilómetros antes de llegar a Teruel, cuando circulábamos cerca de ese aeropuerto reconvertido en aparcamiento para aviones. Al parecer, el aire seco de Teruel hace que los aparatos, parados pero aún operativos, no se degraden por la humedad o la sal de los ambientes costeros. Casi como si fueran jamones.
Todo cambia cuando pasas el Puerto de Escandón, apenas perceptible para los coches de la Autovía Mudéjar, que circula en paralelo a nuestro recorrido y por la que bufan los camiones con indiferencia; a nosotros, ese paso a más de 1.200 metros nos sirve para usar el plato grande durante algunos minutos y enfilar con alegría nuestro último día íntegro en la provincia de Teruel.
Pese a la velocidad, no crean que eso convierte este tramo en un refrescante descenso al estilo de 'Verano Azul'. Vale que ahora puede uno permitirse el lujo de pedalear para mantener una velocidad elevada, que hace divertido el camino, pero está lejos de ser refrigerante. He visto a lo lejos un área de servicio en la que sé que repondremos líquidos y he aprovechado para tirarme por encima del resto de agua que aún llevaba en el bidón. Pues bien, de la sopa que me he echado por el cuerpo (pues eso parecía, sopa), no quedaba ni rastro en el maillot cuando hemos parado finalmente.
El tramo final discurre por un terreno bastante roto, disparando la cifra de desnivel acumulado en el día por encima de los 800 metros. Otra jornada que iba a ser de descanso y no lo es tanto. Nos sucede cada vez que utilizamos la parte del itinerario que discurre por el recorrido ideado para bici de montaña y no por el asfalto. Avanzamos más despacio.Por el terreno y también porque cuanto mayor es la dificultad, más aumenta la diferencia entre el mi ritmo natural y el de Julia.
Aprovecho para entretenerme con el reto, a ratos circense, de subir sin bajarme de la bicicleta, y hacerlo a la vez tan despacio como sea capaz para no tener que esperar a Julia al final de cada repecho o cada tramo técnico. Créanme, es peor estar parado al sol, aquí que no corre el aire y escasea la sombra, que concentrado en ir esquivando cada piedra, aunque ello implique el esfuerzo del pedaleo en la pendiente o la búsqueda de tracción en el piso suelto.
Y decía lo del descanso porque, aunque es verdad que visto en el mapa ya no estamos tan lejos de la costa, lo cierto es que, al consultar el ciclocomputador he accedido sin querer a la pantalla con los datos de las ascensiones de la etapa del día siguiente. El problema es que me ha parecido ver las mayores subidas de toda la ruta. Por si acaso era verdad, he pulsado los botones de forma nerviosa para apagar el GPS y que así no lo viera Julia. Al menos, que descanse hoy. Mañana, de una manera u otra, ya llegaremos. Seguro que sí.
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Borja Crespo, Leticia Aróstegui y Sara I. Belled
José A. González
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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