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Leyendas urbanas de Salamanca que te harán mirar la ciudad con otros ojos

Hay historias que no salen en los libros, pero todo salmantino las ha oído alguna vez. Relatos que se cuelan entre conversaciones y que, aunque suenen a cuento, siguen muy presentes

Sábado, 9 de agosto 2025, 18:47

En Salamanca no hace falta rascar demasiado para encontrar historias que se mueven entre lo que fue y lo que pudo ser. Algunos las llaman leyendas, otros directamente inventos, pero lo cierto es que han pasado de generación en generación, como quien comparte una verdad a medias que nadie se atreve a desmentir del todo. No están en las guías turísticas ni se enseñan en clase, pero todo el mundo las conoce. Forman parte del carácter de la ciudad, de su manera de entender el tiempo, el silencio y lo que se cuenta por lo bajo. No son solo mitos, son señales de que aquí, incluso lo imposible, tiene hueco.

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La ventana cerrada de la Plaza Mayor: entre tantos balcones simétricos, banderas y luces, hay una ventana en la Plaza Mayor que destaca sin querer. No por su forma ni por sus vistas, sino porque permanece cerrada todo el año. Jamás se abre, pero no por casualidad. Según la leyenda, en ese balcón vivía una joven perteneciente a una familia influyente de la ciudad. Y como suele pasar en las buenas historias, se enamoró de quien no debía: un joven humilde, sin apellido ni fortuna, pero con la costumbre de pasar cada tarde bajo su ventana. Allí se veían, hablaban a escondidas y soñaban con algo que, en aquella época, era prácticamente un delito: elegir con quién estar.

Cuando el padre de la joven descubrió el romance, no lo dudó. La encerró en su habitación y mandó sellar la ventana para que nunca más pudiera verlo. Fue su forma de imponer el silencio, de borrar al chico y lo que representaba. Desde entonces, esa ventana se convirtió en símbolo de un amor que no llegó a ser, y en un detalle casi invisible para quien no conoce la historia. A día de hoy sigue cerrada, y aunque Salamanca ya no es la misma, ese pequeño gesto congelado en piedra sigue recordando que, a veces, lo más trágico no es lo que se rompe, sino lo que nunca se deja empezar.

La Casa de las Muertes: en Salamanca hay rincones donde la historia no solo se cuenta, sino que se siente, y la Casa de las Muertes es uno de ellos. Su nombre no es casual ni una invención moderna, sino un eco que llega desde principios del siglo XIX. Por aquel entonces, una familia de cuatro miembros que vivía en esa casa fue víctima de un cuádruple asesinato que conmocionó a toda la ciudad. El horror de aquel suceso fue tal que desde entonces, la vivienda quedó marcada para siempre con ese nombre.

Pero la tragedia no terminó ahí porque en mayo de 1835, una joven que meses antes había despedido a sus criados y vivía en reclusión en la misma casa, apareció asesinada en el pozo del patio. La escena solo sirvió para reforzar el miedo y el misterio que rodeaban ese lugar. Tras estos episodios, la Casa de las Muertes quedó deshabitada durante años, como si nadie quisiera enfrentarse a sus sombras, hasta que a finales del siglo XIX alguien se atrevió a devolverle vida.

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La cueva donde enseñaba el Diablo: justo al lado de lo que queda de la antigua muralla de Salamanca, hay un rincón que parece sacado de otra época. Es la famosa Cueva, un lugar que no tardó en convertirse en escenario de historias que mezclan superstición, poder y oscuridad. La leyenda más conocida cuenta que allí, en la cripta de la antigua iglesia de San Cebrián, el mismísimo Diablo se hacía pasar por sacristán para impartir clases. Durante siete años enseñaba a siete alumnos los secretos de la magia negra, la astrología y otras ciencias que, oficialmente, no existían. Y al finalizar, uno de ellos debía quedarse como pago.

Lugares con mitos en Salamanca

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Entre sus supuestos alumnos estaba el Marqués de Villena, un personaje real al que se le atribuían conocimientos ocultistas y una inteligencia poco común. Cuando le llegó el turno de quedarse, decidió huir. Lo consiguió… pero a un precio. La leyenda dice que logró escapar, sí, pero perdió su sombra en el intento. Desde entonces, fue señalado por todos: un hombre sin sombra no puede esconder nada… y tampoco puede pertenecer del todo a este mundo. Hoy la cueva es uno de los rincones más enigmáticos de la ciudad y no por lo que se ve, sino por todo lo que se dice que ocurrió allí abajo.

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El tesoro escondido: a simple vista, la Casa de las Conchas solo es uno de los edificios más fotografiados de Salamanca. Pero si te paras a mirarla con calma, te das cuenta de que entre tanta piedra tallada hay una concha que, según la leyenda, no es como las demás. Dicen que en su interior se esconde un tesoro: un cofre con joyas, monedas y objetos de gran valor que pertenecieron al primer propietario del edificio, Rodrigo Arias de Maldonado, caballero de la Orden de Santiago.

La historia se ha mantenido durante siglos, como un susurro entre generaciones, y es que se dice que una de esas conchas guarda el botín, pero no basta con encontrarla. La leyenda asegura que solo podrá acceder al tesoro quien deposite una fianza de igual valor. Es decir, quien ya tenga tanto como lo que está buscando. Un enigma que parece sacado de un acertijo medieval y que, quizás por eso, nadie ha conseguido resolver. Mientras tanto, la concha sigue ahí, mezclada entre las demás, esperando que alguien con el precio justo se atreva a intentarlo.

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La rana de la buena suerte: entre los estudiantes de la Universidad de Salamanca circula una leyenda tan sencilla como poderosa. Dicen que quien consiga encontrar la rana escondida en la fachada plateresca sin ninguna pista ni ayuda, tendrá buena suerte durante todo el curso. Más que suerte, se dice que puede aprobar todos sus exámenes. Y no es fácil porque la rana está camuflada entre miles de detalles y ornamentos, y solo los ojos más atentos la descubren.

Para quienes la encuentran, es como un amuleto invisible, un pequeño triunfo que inspira confianza en momentos de estrés. Y ya este pequeño símbolo se ha convertido en todo un ritual no oficial, un desafío que pasa de generación en generación entre estudiantes que ven en la rana un vínculo común y una fuente de esperanza. Así, la búsqueda no es solo un juego, sino una tradición que forma parte del espíritu de la identidad de la ciudad.

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