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Hemiciclo de las Cortes de Castilla y León. g. villamil
Estatuto de Castilla y León: Y ahora, ¿qué?
40 ANIVERSARIO DEL ESTATUTO DE AUTONOMÍA (VI)

Estatuto de Castilla y León: Y ahora, ¿qué?

«Es nuestro feroz individualismo, que se manifiesta en todo, desde los aeropuertos a la organización territorial de la sanidad, desde el mapa universitario a la producción agrícola y ganadera tan poco cooperativa, el que nos condena y limita»

FERNANDO REY

Sábado, 25 de febrero 2023

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Se cumplen 40 años del Estatuto, esto es, de la norma que ha creado política y jurídicamente a Castilla y León pero, aparte de algunos escasos actos oficiales rutinarios, casi nadie va a celebrar nada en nuestra Comunidad. La desafección y la polarización políticas alcanzan cotas máximas (y es año electoral, además); la economía sigue en cuidados intensivos; no se aprecia liderazgo ni relatos políticos inteligentes o interesantes por ningún lado; los jóvenes se siguen yendo y no encontramos fórmulas realistas para frenar esta sangría (si es que hay alguna); estos 40 años no han servido para educar a la ciudadanía en los rudimentos de nuestra convivencia (seguimos no en la cultura democrática, sino en la anti-política); todos tenemos la sensación de fracaso colectivo. Esto podría decirse no sólo de nuestra Comunidad, sino del país, pero en el caso de Castilla y León la situación es peor no porque no tengamos conciencia regional (nuestra identidad política sigue residiendo en el municipio propio, un poco la provincia y, sobre todo, en la idea nacional –y menos mal–), sino porque este marco mental nos lleva, al carecer de proyecto común autonómico, a competir más que a colaborar entre municipios y provincias. Es nuestro feroz individualismo, que se manifiesta en todo, desde los aeropuertos a la organización territorial de la sanidad, desde el mapa universitario a la producción agrícola y ganadera tan poco cooperativa, el que nos condena y limita. Por no hablar de aquellos que sí tienen conciencia regional, pero que no es la común: los leonesistas, abonados al pensamiento mágico de creer que si tuvieran una comunidad autónoma propia las cosas allí irían mejor. En esto, como los nacionalistas catalanes. Más gasto público, más cargos políticos, más funcionarios: supongo que la idea es que todo el mundo cuente con un sueldo público. En esto, como Podemos. El leve pero obstinado problema es que para gastar hay que ingresar dinero antes, hay que crear riqueza. Es la innovación, la de verdad, porque estamos hartos ya de utilizar esta palabra en vano, la que nos hará sostenibles, no el pensamiento mágico.

Este contexto tan volátil, tan fluido, contrasta con la solidez rocosa de nuestro marco institucional. El Estatuto, como lo es la Constitución en el ámbito nacional, son anclas que evitan que las naves (estatal y autonómica) vayan a la deriva pese al fuerte oleaje. Porque el Estatuto, ese ilustre desconocido, se aplica todos los días con éxito. Crea un andamiaje de instituciones, de órganos, de procedimientos y de derechos que nos ha permitido obtener ciertos logros. Sin embargo, son muchos en nuestra Comunidad (y no solo los simpatizantes de Vox) los que creen que el sistema autonómico ha sido un fracaso: despilfarro de dinero público al multiplicar todo de un modo barroco por 17; desigualdad de derechos entre los ciudadanos españoles según donde vivan; incapacidad del sistema para frenar los independentismos. Evidentemente, hay algo de razón en estos argumentos porque todos los sistemas de distribución territorial del poder ofrecen ventajas e inconvenientes.

«Las autonomías son en España el verdadero Estado social: son sanidad, educación y servicios sociales»

La España autonómica genera más gasto que un Estado unitario como el francés o el holandés. 17 Comunidades son excesivas (aunque esto ya no tiene arreglo –la cosa empeoraría si encima creamos más–). Los parlamentos autonómicos son, quizá, un tinglado algo desproporcionado para sus funciones reales: también en este punto habría que pensar en una reforma profunda. Las instituciones autonómicas de control, sin embargo, deberían verse potenciadas, no fragilizadas con la excusa de la crisis económica.

Evaluar con realismo

Las Autonomías son en España (con la salvedad de la seguridad social, que es de competencia estatal) el verdadero Estado social: son sanidad, educación y servicios sociales. Tras 40 años, si fuéramos un país serio y no lo que somos, sería un buen momento para evaluar con realismo qué competencias están, en realidad, mejor en el Estado (recentralizando algunas, dictando algunas leyes de armonización –todo esto suena a anatema porque el relato ideológico de la expansión del sistema sigue siendo hemipléjico, es el de los nacionalistas vascos y catalanes impuesto a todos); qué competencias las desempeñarían mejor las comunidades y no el Estado central (que son muchas; como consejero de educación, temblaba ante la dejación y la ineficiencia estatal en tantos asuntos); y qué otras competencias las podrían desarrollar (con la financiación adecuada) los entes locales, los perpetuos olvidados (de hecho, es surrealista que la reforma de la legislación local se haga al margen de la evolución autonómica). Una idea es fundamental y se olvida a menudo: el Estado español no es el Estado central, sino el Estado global, es decir, el formado por el Estado central, las autonomías y los entes locales. Las autonomías son también Estado.

Todo ello nos conduce derechamente al elefante en la habitación: el sistema de financiación autonómica y, ligado a esto, la financiación de la sanidad, que es la gran cuestión que amenaza con hundir la nave. Y esto nos lleva a lo nuclear: sin el acuerdo esencial entre PSOE y PP no hay futuro político para nuestro país.

El Estado autonómico, aun sin ignorar sus pendientes y sus límites, ha obtenido éxitos relevantes: ha permitido encontrar durante décadas una fórmula de inclusión de los nacionalismos (aunque esté desgastada y requiera algún cambio); es una fórmula que permite limitar el creciente poder del gobierno central (como se ha visto durante la pandemia) y, en ese sentido, es una forma de separación de poderes y de calidad democrática; ha permitido en las comunidades por debajo del PIB nacional como Castilla y León mejorar la prestación de sus servicios públicos (que nadie dude que bajo un gobierno central viviríamos peor porque el dinero se iría a las zonas más pobladas); y, por tanto, ha ayudado a superar (no del todo aún) la brecha entre zonas ricas y pobres. Creo que el balance de estos 40 años, pese a todo, es positivo.

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