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«La única solución al conflicto entre Israel y Palestina es que ambos tengan su propio estado». Da igual que lo diga Pedro Sánchez, China o la ONU: esa afirmación parece de una lógica aplastante. Sin embargo, la cuestión de los dos estados sigue sin resolverse 76 años después de que se hubiese alcanzado un consenso en torno a ella.
Fue tras la Segunda Guerra Mundial cuando el Reino Unido le pasó la patata caliente a Naciones Unidas, que ya entonces decretó una partición en dos: una Palestina árabe y una Israel judía, con Jerusalén como ciudad con un «régimen internacional especial». En su resolución 181, la ONU incluso determinaba los pasos previos a esa declaración de independencia de ambos.
No obstante, en 1947 solo se creó Israel, y Palestina quedó como el único territorio colonizado por los británicos sin estado. La propia ONU relata que, tras la guerra que un año después enfrentó a judíos y musulmanes, Israél «se expandió hasta el 77% del territorio palestino», provocando «la huída o expulsión de más de la población palestina». En 1967, durante una guerra más, Israel se anexionó Jerusalén Este y otro medio millón de palestinos tuvo que marcharse, lo que provocó una de las pocas resoluciones de condena del Consejo de Seguridad, exigiendo la retirada de los territorios ocupados. En 1974, la Asamblea General reiteró el derecho de los palestinos a la autodeterminación y a contar con un estado soberano.
Pero aún hoy eso es una ficción. Israel se salta todas las resoluciones a la torera, continúa aprobando asentamientos ilegales, sin que la condena internacional haga mella alguna en esta estrategia que expulsa a los palestinos de sus tierras, y se permite abrir un conflicto diplomático con España porque su presidente reitera algo de sobra conocido. Y en nuestro país la cuestión se utiliza descaradamente con intereses políticos torticeros.
Por eso, hoy analizamos la solución más lógica para acabar con uno de los conflictos activos más antiguos del mundo.
Palestina tiene derecho a existir como estado independiente.
América Latina y el neocolonialismo chino.
Níger legaliza el tráfico de personas.
«Los ataques de Hamás no surgen de la nada». Con esta contundencia se expresó el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, sobre los atentados del pasado 7 de octubre. Y por ello le ha caído un chaparrón de críticas. Sin embargo, tiene toda la razón. Hay que condenar las acciones terroristas de los palestinos, sin duda, pero hay que entender también el contexto en el que se dan. Sobre todo para evitar que se vuelvan a repetir.
En esa línea se ha manifestado Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores: «De la misma manera que podemos decir que es una tragedia abominable matar a 270 jóvenes que estaban celebrando la vida en Israel, ¿no podemos decir que es una tragedia igualmente reprobable que hayan muerto bajo las bombas 700 u 800 niños en Gaza? ¿En qué lamentar una tragedia me quita fuerza moral para lamentar otra? Al contrario, me la da», afirmó en la Eurocámara, señalando un círculo vicioso de violencia retroalimentada que solo un ciego no ve y al que es necesario poner fin. Porque, de lo contrario, el reguero de muerte no hará sino aumentar su caudal.
El problema es que vivimos en un mundo regido por el 'o estás conmigo, o estás contra mí', en el que hay que posicionarse sin matices por razón de ideología, religión, o lo que sea que uno considere relevante. Salvo por la lógica y el sentido común, claro. En esta coyuntura se entiende que el South China Morning Post publicara el lunes un artículo en el que afirmaba que «el conflicto en Oriente Medio ofrece una rara oportunidad para que el sur global alce una voz común contra la política de Estados Unidos y de otras potencias occidentales», muestra de la creciente polarización en dos bloques que mantienen posiciones opuestas por defecto.
Lo cierto es que para que un país pueda ser reconocido, según la Convención de Montevideo, debe contar con cuatro elementos: una población permanente, un territorio definido, un gobierno y la capacidad para entablar relaciones con otros estados. Si no fuese por las acciones de Israel, que mantiene su autoridad sobre diferentes zonas y le priva de los títulos de territorio que los colonizadores británicos le otorgaron en 1917, Palestina los cumpliría sin problema.
Así, este es un problema relacionado íntimamente con el proceso de descolonización. Independientemente de los vericuetos legales que impidan su proclamación, es evidente que los palestinos viven en esa tierra desde tiempos inmemoriales, y que se les debería reconocer el derecho a un estado propio. Determinar su territorio supondría un gran quebradero de cabeza, sí, pero para eso están la legalidad internacional y las resoluciones que la ONU ha ido aprobando en contra de un robo territorial que Israel ha llevado a cabo, y planea continuar haciendo, impunemente.
América Latina conoce bien el colonialismo europeo, y ahora también está en la diana de la versión moderna que representa China con su expansión económica. Desde 2015, el gigante asiático es el segundo socio comercial y el segundo mayor prestamista de Latinoamérica -más de 135.000 millones de dólares entre 2005 y 2022-, una región que aparece también en segundo puesto entre los destinos de las inversiones chinas.
Nadie duda de que los proyectos de infraestructuras que Pekín impulsa a lo largo y ancho del sur global pueden ser beneficiosos para las economías de los países en vías de desarrollo. China representa una alternativa a la tradicional hegemonía occidental. Pero tampoco se puede discutir que llega con numerosas condiciones: generalmente los proyectos los construyen empresas chinas, a menudo con mano de obra china, y se financian por bancos chinos que responden a los intereses del Partido Comunista.
Esto es lo que muchos consideran una relación win-win. Vamos, que todos ganan. Al menos sobre el papel. El problema es que, como ha denunciado esta semana el Colectivo sobre Financiamiento e Inversiones Chinas, Derechos Humanos y Ambiente (CICDHA), a menudo esta relación asimétrica se desarrolla en detrimento de numerosos preceptos legales. En concreto, la organización ha denunciado 11 casos de diferentes tipos de abuso en el último lustro, y ha investigado 28 casos concretos con resultados poco optimistas: en todos aprecia la afectación al medio ambiente, y ha descubierto que 21 se desarrollan en ecosistemas tan frágiles como la Amazonía o los glaciares.
Se producen casos de polución con sustancias tan nocivas como el mercurio, no se ha obtenido licencia en algunos casos, y no se evalúa el impacto sobre las comunidades indígenas, a las que hay ocasiones en las que se despoja de sus tierras. En nueve proyectos se afecta incluso a su seguridad alimentaria. Por si fuese poco, los proyectos provocan «una alta conflictividad y violencia» y claras violaciones de la normativa laboral.
Que Occidente ha hecho muchas cosas mal es un hecho. Que China tiene que aprender de esos errores para evitar repetirlos, también. El país debe actuar con responsabilidady distanciarse de las malas prácticas anteriores si quiere resultar creíble y erigirse en una alternativa atractiva. De lo contrario, es lógico que se le amontonen las denuncias por neocolonialismo.
Parece mentira que en pleno siglo XXI se pueda legalizar el tráfico de personas. Pero eso es exactamente lo que ha hecho el gobierno golpista de Níger, uno de los países del Sahel que han caído presos del Ejército. Concretamente, lo que ha hecho el general Abdourahmane Tchiani ha sido revocar la ley promulgada hace solo ocho años que permitía a las Autoridades intervenir cuando detectaba que las mafias traficaban con migrantes de camino a Europa a través del desierto que llega hasta Libia, punto de partida para la travesía del Mediterráneo. Según los golpistas, esta ley no respondía a los intereses del país, por lo que incluso serán canceladas las condenas dictadas contra los traficantes.
Puede parecer un hecho irrelevante, pero tendrá un impacto claro en las llegadas de migrantes a Europa. De hecho, cuando la ley fue aprobada, en 2015, el Viejo Continente sufría la mayor crisis migratoria con más de un millón de llegadas. El flujo se redujo rápidamente, y ahora podría incrementarse si Níger se postula como un camino seguro para los criminales. También podría servir para chantajear a la UE, que no reconoce el gobierno de los militares, y lograr concesiones que llenen los bolsillos de quienes gobiernan ahora. Porque, no nos engañemos, al final lo único que importa es el dinero.
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