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«No voy a contestar a esa pregunta, no voy a contribuir a generar ningún tipo de titular que perjudique ni a Yolanda (Díaz) ni a la candidatura del cambio ni al 'frente amplio' o como leches se termine llamando». El particular silencio de Pablo Iglesias, preguntado por el estado de su relación con la vicepresidenta, sonó como un ruido atronador. Fue a todas luces el grito apenas disimulado que certificó hasta qué punto se ha tensado la cuerda entre Podemos, aún controlado en la sombra por su exlíder, y la que es su mayor –tal vez única– baza para taponar la sangría electoral que viene padeciendo.
El fuego amigo se ha apoderado del espacio que hoy por hoy representa Unidas Podemos. El enredo sobre la candidatura andaluza no ha sido más que la demostración pública definitiva de unas rencillas que sólo el pánico a la descomposición puede mitigar. Las formaciones a la izquierda del PSOE –salvo Adelante Andalucía– concurrirán juntas al 19-J, sí, pero a costa de exteriorizar una pugna desgarrada que, pese a los intentos por circunscribirla a nivel regional, pronostica nubarrones en la articulación del proyecto nacional.
La tensión va 'in crescendo' a medida que se aproxima el ciclo electoral, empezando por Andalucía en junio, siguiendo por las municipales y autonómicas en mayo del año que viene, y terminando por las generales, 'a priori' a finales de 2023. Y, además, se acentúa en tanto en cuanto Díaz sigue vacilando en sus pasos para liderar ese nuevo artefacto político. Ya no sólo con los continuos retrasos para iniciar el por ahora abstracto «proceso de escucha», sino también por su arrinconamiento a Podemos. Sin ir más lejos, la vicepresidenta ha alegado «motivos de agenda» para no asistir el fin de semana que viene a unas jornadas moradas en Valencia.
En el partido de Ione Belarra ni se esfuerzan en ocultar que se sienten soliviantados por la actitud de la ministra de Trabajo, a la que adjudican en público el papel de «candidata» que ella se resiste a asumir. La relación entre ambas dirigentes es cuando menos fría, si no gélida. Pero en la cúpula morada entienden que la factura de una guerra pública entre ambas sería demasiado costosa. Es ahí donde entra en escena Iglesias, que un año después de abandonar la política activa, pero sin renunciar a teledirigir el partido que construyó, se ha erigido en la principal fuente de ruido interno desde sus numerosas plataformas mediáticas.
Sólo en los últimos tres meses, el exlíder de Podemos ha dudado de que el 'frente amplio' sea «suficiente» para corregir la trayectoria descendente de la izquierda; ha cuestionado su propia decisión de elegir a dedo a Díaz como sucesora; le ha recordado que si «existe» es gracias a Podemos; y ha retratado la «vergüenza» por el enredo en la coalición andaluza, donde la vicepresidenta tuvo un papel decisivo pese a su posterior intento por desentenderse y ahorrarse el desgaste. Sucesivos torpedos a la línea de flotación que confirman una ofensiva contra su legataria.
El desgaste de Podemos se acentúa por la incertidumbre del futuro, pero también por la gestión del presente. La participación en el Gobierno de coalición obliga a procesar dilemas y contradicciones que contribuyen a consumir al partido poco a poco. «Cada semana el PSOE nos da diez razones para marcharnos», reconocen entre los morados, que sin embargo asumen que dar ese paso les abocaría a un peligroso precipicio.
Su influencia en el Ejecutivo, en todo caso, se reduce a marchas forzadas. Pese a arrancar triunfos, como el de las bajas por reglas incapacitantes, Podemos también empieza a ver peligrar su pinza con las formaciones independentistas. ERC, el socio externo más importante para la frágil mayoría parlamentaria del Gobierno, no ha apoyado la reforma laboral ni el decreto anticrisis e incluso trató de tumbar la Ley de Seguridad Nacional. Pero el PSOE ha sabido neutralizar su desmarque gracias a aliados como Cs, PDeCAT e incluso el PP, algo que preocupa a los morados.
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