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Lily Collins en la 4ª temporada de 'Emily en París'. Netflix
'Emily en París' (temporada 4): baguete de gasolinera

'Emily en París' (temporada 4): baguete de gasolinera

Las tramas se resuelven con tanta rapidez que los agujeros en el guion son del tamaño de la Torre Eiffel

Rosa Palo

@Ebaezan

Sábado, 24 de agosto 2024, 00:29

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Vuelve 'Emily en París', vuelve la tontuna. Y de qué forma. Se acaban de estrenar los cinco primeros episodios de la cuarta temporada en Netflix (los cinco siguientes se podrán ver a partir del 12 de septiembre), y la serie repite los mismos errores de las entregas anteriores. Incluso alguno más: en esta temporada, las tramas se resuelven con tanta rapidez que los agujeros en el guion son del tamaño de la Torre Eiffel. Por lo demás, Emily, esa princesa Disney trasplantada a París, continúa resultando absolutamente insufrible, mientras que los estereotipos negativos sobre los galos siguen siendo tan numerosos que el ministro de Exteriores francés debería de llamar a consultas al embajador norteamericano: no, ni las parisinas embarazadas beben vino tinto a pajera ni los franceses son tan abiertos y liberales como para mantener una relación a cuatro bandas.

La trama, la de siempre: líos amorosos y laborales a cascoporro. La tercera temporada termina con Camille dejando plantado a Gabriel en el altar porque afirma que sigue enamorado de Emily, cuando, en realidad, ella está enamorada de Sofía, una artista griega. Por su parte, Alfie, al enterarse, da por finiquitada su relación con Emily. De remate, el embarazo de Camille. Pero dan igual los embrollos en los que los guionistas metan a los protagonistas de la serie: sabemos que todo va a terminar bien. Quizás por eso 'Emily en París' mantiene las virtudes que la han convertido en un éxito mundial: es una serie colorida, optimista y confortabilísima que te permite poner la cabeza en modo avión y dejarte llevar por una capital de cuento de hadas donde te vistes a las ocho de la mañana como si fueras a asistir a los César, donde no hay multitudes agobiantes ni turistas haciéndose selfis cada dos metros y donde se puede vivir como una millonaria con un sueldo de creativa publicitaria. 'Emily en París' es realismo mágico, pero sin realismo.

El único personaje que resulta medianamente creíble e interesante es el de Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu), a la que ese mohín permanente de desprecio le sienta como un guante. También es la única mujer a la que Marylin Fitoussi, la diseñadora de vestuario, no intenta ridiculizar disfrazándola como si una niña de cuatro años se hubiera metido en el vestidor de su hermana mayor y se hubiera colocado todo al mismo tiempo. Lástima que la trama que se inicia en la temporada anterior acerca de un posible acoso sexual a Sylvie cuando trabajaba con Louis de Leon (el jefazo de JVMA) se disuelva como un azucarillo en un vaso de absenta. Porque esa es otra de las máximas de 'Emily en París': cualquier tema que pueda resultar de cierto calado ha de ser tratado con una superficialidad sonrojante.

Afortunadamente, en esta cuarta temporada aparece en escena un nuevo y gran personaje: Heloïse, la madre de Sylvie. Concebida como un trasunto de la mítica Régine, está interpretada por Liliane Rovère, actriz icónica y de biografía fascinante que, al igual que Philippine Leroy-Beaulieu, participó en esa serie deliciosa que es 'Call my agent!'. En 'Emily en París', Heloïse es la reina emérita de la noche parisina, la leyenda viva y coleante que estuvo liada con Mick Jagger y Rod Stewart al mismo tiempo y que fue propietaria de la discoteca más famosa de la época. Y si el gesto eternamente despectivo de Sylvie es una maravilla, la mala leche de Heloïse es gloria bendita: cuando Emily le pregunta cómo puede ayudarla, ella le responde «puedes empezar hablando francés». Touché. Ojalá un 'spin-off' sobre ella y Sylvie. Ellas sí que son pan de masa madre e hija, y no una baguete de gasolinera.

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