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Sonriendo, con un chascarrillo entre una amplia conversación, sentado en una silla de un bar, junto a un buen vino, una tapa de jamón y su compañera de vida, su mujer Isabel. Virgilio del Arco ha fallecido en su casa, en Salamanca, a los 83 años, cuando empezaba a recuperar su vida, sus paseos, sus vinos, sus comidas familiares, sus largas conversaciones y su normalidad.
Procedente de una humilde familia, salió de un barrio obrero, de una zona de trabajadores, del barrio Vidal, y se forjó como trabajador a base de esfuerzo y de trabajo. Primero trabajó como mancebo en una farmacia. Después pasó a formar parte de un laboratorio que en la posguerra hubo en Salamanca. Y de ahí a unirse a su hermano Alfonso para vender aceites de vehículos y gasolina.
Alfonso y Virgilio siempre fueron de la mano, siempre estuvieron juntos en los negocios. Aunque Alfonso tuviera una vertiente que Virgilio no secundó, el deporte, porque llegó a ser presidente de aquella Unión Deportiva Salamanca, la UDS de Juan José Hidalgo Acera.
Aunque los dos hermanos eran, físicamente, parecidos, uno era la seriedad y el otro la alegría, por lo menos en el exterior. Alfonso era el serio. Virgilio, el sonriente.
Tras jubilarse, Virgilio paseaba y vivía por y para su mujer, Isabel, y sus hijas, Marta y Olga. Y cuando nació su nieta, Claudia, sus ojos estuvieron con la pequeña de la familia, de la que siempre estuvo pendiente, de sus estudios, de su Perfumerías Avenida.
Porque si el equipo de baloncesto de Salamanca hacía un fichaje, y Virgilio lo había leído, lo primero que hacía era llamar a su nieta para preguntarle si ella ya lo sabía. Cuando iba a comenzar la temporada, Virgilio llamaba a Claudia para saber si ya había conseguido su carné de socia del Perfumerías Avenida.
Así era Virgilio, un hombre llano, sencillo, agradable, simpático, sonriente y con mucha vida a sus espaldas y delante de él. Pero un fatídico accidente casero le ha impedido seguir con su alegría. Ya no regresará a sus bares de siempre, al Lyon, en la avenida de Italia, a tomarse su vino y su tapa de jamón.
Ya no paseará junto a Isabel. Era impensable verlos solos, pues siempre iban juntos, en el paseo, en el bar, con la familia. Un matrimonio que derrochaba alegría. Si Virgilio soltaba un chiste, Isabel le miraba con ojos de admiración; si Virgilio decía algún comentario simpático, Isabel le reprendía, pero con una sonrisa en la cara. Eran el perfecto complemento.
De conversación fácil y fluida, sabía hablar y escuchar. Primero escuchaba, luego sonreía, y ya, por último, decía lo que él pensaba. Contundente y categórico, pero respetuoso, sin faltar al respeto. Si alguien pensaba diferente a él, lo escuchaba y, como mucho, le decía un chiste que impedía un momento de tensión.
Virgilio era un buen hombre, un buen marido, un excelente padre y un fantástico abuelo. Y un gran suegro, porque también adoraba a su yerno Carlos y a los hijos de éste, Sergio y Fabio.
Como escribió Bertolt Brecht, «hay hombres que luchan un día y son buenos; hay otros que luchan un año y son mejores; hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos; pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles».
Este era Virgilio. Un imprescindible. Imprescindible para los amigos, para la familia. Su legado queda en sus hijas y su nieta Claudia. Y en Isabel, su mujer. Faltará Virgilio ante un buen vino, pero seguirán su mujer y sus hijas para mantener vivo un recuerdo que será imborrable. Porque si no hubiera existido Virgilio, habría que haberlo inventado.
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