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La crisis de salud mental que vive Occidente es uno de los fenómenos que más preocupa en la actualidad, tanto por la dificultad para afrontarla adecuadamente como, realmente, por su difícil diagnóstico. Jesús Matos, psicólogo y miembro de la firma Thinking Heads, realiza en su último libro 'La especie al borde del abismo' (ed. Deusto) un análisis profundo de dónde radica la ola de insatisfacción que atenaza a buena parte de la población. Lejos del tono de autoayuda, cercano al ensayo científico, Matos ofrece una visión personal que explicaría esta realidad desde todos sus ángulos. También invita a analizar el fenómeno con la mirada puesta en lo que nos rodea, tanto del pasado como el futuro, pero también recuerda la necesidad de mirar hacie el interior de nosotros mismos para buscar, no ya razones sino soluciones.
-Uno de los objetivos de escribir 'La especie al borde del abismo' fue hallar la fuente de la ola de insatisfacción recorre la sociedad. ¿A qué conclusiones ha llegado?
-A varias, pero todas con un punto en común: la desalineación entre nuestra evolución como especie y el entorno que hemos creado. El Homo sapiens apareció hace unos 200.000 años, fruto de millones de años de adaptación al medio. Sin embargo, la velocidad a la que ha avanzado el desarrollo tecnológico ha generado un abismo entre lo que nuestra biología necesita y lo que la sociedad moderna nos ofrece. No quiero menospreciar los avances científicos que, sin duda, han prolongado nuestras vidas, aumentado nuestra seguridad, y nos han permitido conectarnos con el mundo de maneras inimaginables. Sin embargo, al observar a nuestros ancestros cazadores-recolectores, muchas de las condiciones de vida que ellos disfrutaban ahora son anheladas por nosotros: trabajar pocas horas al aire libre, vivir en estrecha compañía de nuestra comunidad, mantenernos activos físicamente y tener tiempo para el ocio, con pocas preocupaciones a largo plazo. La sociedad actual impacta de manera directa y profunda en nuestro bienestar, y uno de los fenómenos más perniciosos es la confusión entre placer y felicidad. Estamos a solo unos clics de obtener cualquier bien o servicio que nos dé una satisfacción inmediata, pero esa gratificación efímera nos deja, en muchos casos, con una sensación de vacío aún mayor. La verdadera felicidad está en reconectar con lo que realmente nutre nuestro bienestar: la simplicidad, las conexiones humanas significativas y un estilo de vida que esté más alineado con nuestra esencia como seres humanos.
-¿Qué opina de la atención que tiene ahora la salud mental?
-Siempre que un tema se pone de moda trae consigo ventajas y desventajas. En el caso de la salud mental, lo más positivo es que se está logrando una desestigmatización progresiva. Finalmente estamos reconociendo que todos, en mayor o menor medida, sufrimos. Ver a otras personas compartir su dolor ha permitido que estos procesos dejen de estar confinados a la esfera privada, lo cual es un avance importante. Sin embargo, desde mi punto de vista, el peligro radica en la medicalización de los procesos normales de la vida. Si nos deja nuestra pareja, perdemos a un ser querido o nos despiden del trabajo, es absolutamente normal sentirnos tristes o angustiados. No necesitamos un diagnóstico ni medicación para afrontar este tipo de situaciones. El dolor emocional es parte inevitable de la vida, y cada vez somos menos tolerantes a las emociones incómodas.
-¿Se yerra entonces en el tratamiento, el enfoque?
-Tiende a ser muy individualista. Ponemos todo el foco en «qué puedo hacer yo para dejar de sentir ansiedad» o «cómo soluciono yo mis problemas», pero hablamos mucho menos de los factores macrosociales que tienen un impacto enorme en nuestro bienestar. Si no tengo acceso a una vivienda, si no puedo conciliar mi vida familiar con mi trabajo o si mi sueldo no me permite disfrutar de tiempo libre, es lógico que mi salud mental se resienta. La psicosis es 12 veces más común entre personas de renta baja; los trastornos de personalidad 11 veces más, los somáticos 7 veces más, los de ansiedad 3,5 veces más y la depresión 2,5 veces más. En 2023 tuvimos 11 suicidios al día en España, y es la principal causa de muerte entre los jóvenes de 12 a 29 años. Debemos mirarnos críticamente como sociedad y preguntarnos qué estamos haciendo mal. La atención a la salud mental no puede limitarse al plano individual, sino que debemos abordar las causas estructurales y sociales que están afectando nuestra salud de manera tan dramática.
«Si no tengo acceso a una vivienda, si no puedo conciliar con la familia, si mi sueldo no me permite tener ocio es lógico que mi salud mental se resienta»
-Dicho esto, ¿cuáles elevería como el factor externo que más daño hace a la salud mental?
-Uno de los principales es la desigualdad, que como mencionaba, es un factor de riesgo muy significativo. Las personas con menos recursos tienen una mayor probabilidad de padecer problemas de salud mental, y esto se agrava cuando el acceso a los servicios de salud es limitado. El estilo de vida en las ciudades también juega un papel importante. Vivimos cada vez más aislados, con menos apoyo social y menos tiempo para el ocio. La falta de conexión humana y de espacios para relajarnos afecta directamente nuestro bienestar, unido al uso masivo de las redes sociales. Por último, pero no menos importante, está el analfabetismo emocional que aún persiste en nuestra sociedad. Todos estos factores, y muchos otros, forman un cóctel explosivo que está dañando la salud mental de la población.
-¿Qué parte de nuestra biología es responsable del auge también de estos problemas de salud mental?
-Nuestra biología está programada para prestar atención a lo emocionalmente relevante: aquello que nos asusta, nos enfada o nos sorprende. Estos estímulos capturan nuestra atención al instante, y el sistema que hemos creado —especialmente las redes sociales— ha perfeccionado el arte de explotarlo. Los algoritmos saben exactamente cómo engancharnos, mostrándonos una corriente interminable de contenido que apela a estas emociones, manteniéndonos horas consumiéndolo. Pero este consumo tiene un coste emocional evidente, como cada vez más estudios están demostrando. El problema no es solo nuestra biología, sino el desajuste entre nuestras necesidades evolutivas y el entorno que hemos construido, como decía. Estamos viviendo en un mundo que no respeta los ritmos ni las necesidades para los que hemos sido diseñados. Este desfase es, en gran medida, responsable del aumento alarmante de los problemas de salud mental que vemos hoy en día.
-¿Hasta qué punto nos hace daño a nivel global la información que generamos en medios y redes sociales?
-La red de información que compone el mundo virtual tiene un inmenso poder para influir en la realidad, para bien y para mal. Los medios y las redes sociales tienen la capacidad de conectar personas, difundir conocimiento y generar cambios positivos, pero también pueden desencadenar consecuencias devastadoras. Sólo hay que recordar el episodio de persecución a la etnia Rohinya en Birmania. Por supuesto, hay innumerables ejemplos de cómo las redes también han servido para el bien, pero cuando los algoritmos están diseñados para maximizar nuestro tiempo en pantalla, las consecuencias potenciales son impredecibles y, en algunos casos, catastróficas. La clave está en comprender el poder que tiene la información y ser conscientes de cómo interactuamos con ella. No podemos ignorar que detrás de cada clic y cada contenido emocional hay una red de intereses que, aunque no fue creada con malas intenciones, puede acabar alimentando comportamientos peligrosos si no se maneja con responsabilidad.
«Lo que nutre nuestro bienestar es la simplicidad, las conexiones humanas significativas y un estilo de vida alineado con nuestra esencia»
-Sobre los mensajes catastrofistas, por ejemplo, sobre el cambio climático y nuestra responsabilidad en él: ¿Calan o anestesian?
-Ocurre algo similar a lo que pasa con las imágenes de las cajetillas de tabaco: al principio nos sacuden y alertan, pero con el tiempo nos habituamos y perdemos sensibilidad ante ellas. Aunque la gravedad del problema no ha disminuido, nuestra capacidad de sorpresa ante estos mensajes se va desvaneciendo poco a poco. El cambio climático ha pasado a formar parte del «ruido de fondo» de la información que asumimos como cierta, se ha integrado en el status quo. Sin embargo, los mensajes que niegan el cambio climático o minimizan su impacto tienen una ventaja: son provocativos, generan emociones intensas como sorpresa e indignación, lo que les otorga un mayor potencial de capturar nuestra atención. Estos mensajes tocan fibras profundas en nuestro cerebro primitivo, lo que activa respuestas emocionales casi tribales y bloquea nuestra capacidad de análisis racional. El problema es que, cuando la discusión se mueve al terreno de las emociones y no de la razón, el diálogo se vuelve estéril. Nos alejamos de las soluciones que tanto necesitamos y nos acercamos a un escenario donde la inacción y la polarización pueden ser devastadoras para nuestro futuro como especie.
-¿Cómo afectará la tecnología a este futuro que vislumbra?
-Es imposible saberlo con certeza. Las sociedades, al igual que los sistemas naturales, son increíblemente complejas y hechos aparentemente insignificantes pueden generar revoluciones. Rosa Parks, al negarse a ceder su asiento en 1955, desencadenó uno de los movimientos más importantes de la historia reciente, el de los derechos civiles en Estados Unidos. Con la tecnología sucede algo similar. En 2010, nadie podía prever el impacto que los smartphones tendrían en nuestras vidas. Entonces, ¿qué podemos esperar del futuro? ¿Qué implicaciones tendrá la inteligencia artificial, la edición genética o los nanobots que prometen curar enfermedades? La verdad es que no tenemos ni idea. El gran desafío —o quizás la gran bendición— es que el desarrollo tecnológico es exponencial. En los próximos 10 años, asistiremos a avances que hoy solo podemos imaginar. La verdadera cuestión es si seremos capaces de adaptarnos a estos cambios y si el estilo de vida que construimos mejora o empeora como resultado. Por eso es crucial que nos interesemos, que debatamos y que tomemos decisiones conscientes sobre el rumbo que queremos seguir. De lo contrario, alguien con sus propios intereses tomará esas decisiones por nosotros y, para entonces, puede que sea demasiado tarde.
-¿En qué lugar quedará la libertad?
-Me atrevería a decir en qué lugar está quedando ya. ¿Realmente alguien elige libremente pasar horas consumiendo vídeos de menos de un minuto? ¿Realmente votamos de manera racional, leyendo detenidamente los programas de todos los partidos y contrastándolos con las necesidades reales de nuestra sociedad? ¿Elegimos de forma libre lo que compramos y consumimos? Los algoritmos conocen perfectamente qué botones psicológicos deben presionar para modificar nuestra conducta. Están diseñados para ello, y lo hacen de forma efectiva. Hay una multitud de variables que influyen en nuestras decisiones sin que seamos conscientes de ello, y los algoritmos las explotan con maestría. Aún más inquietante es la realidad de que la tecnología actual ya tiene el potencial de llevarnos a un escenario de control absoluto. Las ciudades están plagadas de cámaras de seguridad, los softwares de reconocimiento facial pueden rastrear nuestros movimientos y nuestra actividad en internet queda registrada en cada clic, lo que permite que se nos bombardee con anuncios personalizados en función de lo que visitamos.
-Y no es inofensivo.
-Nuestra conducta está siendo monitoreada y manipulada de maneras que erosionan nuestra libertad. La posibilidad de una sociedad al estilo de la que Orwell describió en 1984 ya no es una mera fantasía distópica; la tecnología para que eso suceda ya está aquí. Es por ello que es vital que tomemos conciencia y reflexionemos sobre hacia dónde queremos dirigirnos como sociedad. La libertad no es algo que podamos dar por sentado en un mundo donde cada vez se recopilan más datos sobre nosotros. Por supuesto, hay una cara positiva en todo esto. La misma tecnología que puede coartar nuestras libertades también tiene el potencial de desenmascarar la corrupción, prevenir atentados o ayudar a personas con problemas de salud mental. La tecnología en sí no es ni buena ni mala; todo depende de las manos que la controlen.
«¿Realmente alguien elige libremente pasar horas consumiendo vídeos de menos de un minuto? La libertad no es algo que podamos dar por sentado hoy en día»
-¿Cómo corregir el cortoplacismo que rige nuestro estilo de vida?
-La clave está en modificar el contexto. Nuestro cerebro es el resultado de millones de años de evolución en entornos de escasez y peligro, donde tomar decisiones a corto plazo era esencial para la supervivencia. Estamos atrapados en una espiral de gratificación instantánea porque nuestro cerebro sigue buscando esas recompensas de manera automática. La única forma de romper esta corriente cortoplacista es ajustando el entorno que nos rodea, generando contextos que nos ayuden a tomar decisiones más a largo plazo. No podemos cambiar nuestra biología, pero sí podemos cambiar los estímulos que nos rodean y crear sistemas que nos animen a pensar en el futuro, en lugar de quedarnos atrapados en la satisfacción inmediata.
-Con la pandemia hablamos mucho de crisis de valores, de cambio... ¿Qué fue de todo aquello?
-Los valores, la moral y la ética están profundamente influenciados por el contexto en el que vivimos. Durante la pandemia nos enfrentamos de manera directa al sufrimiento, la enfermedad y la muerte. El peligro nos hizo revalorizar muchas cosas. Sin embargo, los contextos cambian y, con ellos, nuestras prioridades. Es parte de la naturaleza humana. El reto está en no olvidar esas lecciones; podemos elegir recordar lo que verdaderamente importa y mantener vivos esos valores que resurgieron en tiempos de adversidad.
-¿Qué deberíamos valorar más como personas?
-Sin duda, las relaciones sociales. Estamos enfrentando una auténtica epidemia de soledad. Vivimos cada vez más aislados en nuestros propios agujeros virtuales, nuestras relaciones se han vuelto más superficiales y compartimos menos actividades significativas. Todo el conocimiento basado en la evidencia en psicología nos dice que el apoyo social de calidad es una fuente inagotable de bienestar, un verdadero amortiguador ante el estrés. Sin embargo, los datos muestran que los índices de soledad no paran de crecer, especialmente entre los jóvenes de entre 16 y 24 años. Y la soledad puede literalmente enfermarnos.
-¿Y qué no deberíamos venerar para mejorar colectivamente?
-Tenemos un gran problema con los referentes que idolatramos. En los grupos humanos, se puede ascender en la pirámide social mediante dos estrategias: el dominio o el prestigio. El dominio se basa en infundir miedo, mientras que el prestigio se gana mostrando habilidades valiosas y poniéndolas al servicio de la comunidad. El problema es que, hoy en día, por poner un par de ejemplos, adoramos a quienes tienen dinero o muchos seguidores en redes sociales, sin saber realmente qué camino han seguido para conseguirlo. Muchas veces ese ascenso ha sido a través del dominio, y millones de personas siguen sus pasos sin cuestionarlo. Es preocupante, sobre todo cuando los estudios más optimistas sugieren que hay hasta cuatro veces más psicópatas en las altas esferas que en la población general. Como sociedad, tenemos que reflexionar sobre a quiénes estamos otorgando prestigio y poder, porque seguir ciegamente a estos referentes puede tener consecuencias devastadoras para nuestro futuro colectivo.
«El apoyo social de calidad es una fuente inagotable de bienestar, un verdadero amortiguador ante el estrés»
-¿La polarización también es la llevamos dentro por naturaleza?
-La sociedad está polarizada y los dirigentes encumbrados son el reflejo de esta circunstancia. No es la primera vez que pasa a lo largo de la Historia, es decir, que no lo podemos achacar realmente a una evolución novedosa de las sociedades. ¿Está también en la naturaleza de nuestra forma de ser/pensar/procesar? Sin duda, está en nuestra naturaleza. La polarización, en esencia, genera cohesión dentro del grupo, y eso se traduce en votos y ventas. El problema es que, hace 200.000 años, el sentido de pertenencia al grupo nos unía a las personas que teníamos físicamente cerca, brindándonos apoyo social de calidad. Hoy, sin embargo, nuestro sentimiento de pertenencia nos desconecta de nuestro vecino de al lado y nos alinea con personas o causas lejanas, lo que intensifica la polarización. Este proceso de atomización probablemente esté detrás de muchos de los problemas de salud mental que estamos observando hoy en día.
-Habla en su libro de 'fake news', de democracias debilitadas, de una sociedad manipulable... Son muchos problemas de base. ¿Cuál cree que es el más peligroso?
-Es difícil elegir solo una, porque al hacerlo, parecería que dejamos de lado otras que también son cruciales. Sin embargo, si tuviera que señalar una, diría que el mayor peligro que enfrentamos es nuestra incapacidad para gestionar adecuadamente el desarrollo tecnológico descomunal que estamos viviendo. Hoy la tecnología es más poderosa que en la Revolución Industrial y la era de la energía nuclear. Estamos hablando de la capacidad de modificar genes, de inteligencias artificiales increíblemente sofisticadas, de la fisión nuclear que podría abrirnos las puertas a una energía prácticamente gratuita, entre otras cosas. Cada uno de estos avances tiene el potencial de transformar radicalmente nuestras vidas, para bien o para mal. La línea entre construir una sociedad más próspera y feliz —o caer en una distopía— es peligrosamente fina. Si no somos extremadamente cautos y no estudiamos cada paso con detenimiento, podríamos acabar perdiendo el control sobre el rumbo de nuestra civilización.
«Hay hasta cuatro veces más psicópatas en las altas esferas que en la población general»
-¿Cuáles deberían ser los cambios más urgentes para retirar del abismo a la especie, como dice?
-Lo más urgente es replantear nuestras prioridades y poner el bienestar humano en el centro de todo. Uno de los grandes desafíos es lograr que el desarrollo de la civilización sea inclusivo y equitativo, que no se base solo en el beneficio económico o en los intereses de unos pocos. Un punto de partida crucial lo encontramos en un informe publicado por Nature en 2023, firmado por científicos de gran prestigio, en el que se proponen tres tipos de justicia que deberíamos empezar a incorporar en nuestras legislaciones: la justicia interespecies, la justicia intergeneracional y la justicia intrageneracional. La justicia interespecies implica tener en cuenta a todas las formas de vida con las que compartimos el planeta, y no verlas solo como recursos a explotar. La justicia intergeneracional nos recuerda la responsabilidad que tenemos con las generaciones futuras, para no hipotecar su bienestar por decisiones a corto plazo. Y la justicia intrageneracional se refiere a la equidad entre las personas que hoy convivimos en este mundo, para reducir las desigualdades que están fracturando nuestras sociedades. Si realmente queremos sortear los abismos que nos acechan, necesitamos construir puentes basados en estos principios de justicia. No es solo una cuestión de supervivencia, sino de garantizar que las generaciones futuras vivan en un mundo más justo, saludable y sostenible.
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