Un barrio con camas de cartón, petanca y yoga
En la casa de los atletas ·
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En la casa de los atletas ·
Miles de deportistas conviven en la Villa Olímpica rodeados de silencio y propuestas de ocio que amortiguan la tensiónMarta San Miguel
Enviada especial. París
Viernes, 26 de julio 2024, 00:13
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Son cuatro alemanes; dos llevan camiseta amarilla y otros dos blanca, pero igual de altos como columnas. Están ante una máquina recreativa con un aro delante que cuenta cuántas veces cuelan el balón y compiten entre ellos, pero ninguno falla. «¿Sois del equipo de baloncesto?». «¡No!», gritan riéndose, y su voz llega desde las alturas como el graznido de las aves: «Somos de volley», y vuelven a lanzar con tanta puntería que resulta obsceno llamar a eso juego. Si les entrara el cuerpo en los pequeños taburetes que hay ante las máquinas de Arcade, jugarían al Street Fighter, al Pac Man, pero este jueves, la zona de videojuegos de la Villa Olímpica está vacía. También están quietos los jugadores del futbolín. Quizá es la cercanía de la inauguración o el calor de la tarde al lado del Sena donde se alzan las viviendas que alojan miles de deportistas de estos Juegos Olímpicos, pero en ese instante, solo se mueven los dedos alemanes acostumbrados a colocar, rematar y recibir.
¿Cómo se vive en la Villa Olímpica? Como en una pequeña ciudad, porque es lo que es, con esa noción de barrio que da compartir un supermercado Carrefour, peluquería, restaurante, parada de autobús, lavandería, aceras, y hasta una sala de lactancia. La de París, levantada en el barrio de Saint-Denis, ocupa alrededor de 300.000 metros cuadrados entre espacios verdes, pasarelas y 82 edificios con 3.000 apartamentos y 7.200 habitaciones; ninguna tiene aire acondicionado, pero sí un ventilador y la promesa política de que están construidas para aislar las altas temperaturas. Tienen también la famosas camas que se sostienen sobre un somier de cartón irrompible, y así ha de ser si tipos como Lebron James (abanderado norteamericano de 2,06 y 113 kilos) se dejan caer sobre ellos. En esos edificios están los futuros medallistas y da vértigo pensar detrás de qué ventana estará el próximo récord olímpico o si se escuchará más allá de los tabiques las lágrimas de la derrota. Un día antes de la inauguración, por el momento todo es silencio en los edificios tan distintos entre ellos, algunos recuerdan a la estética modernista, otros al racionalismo, otros son hormigón sin concesiones al adorno, y otros, como el de España, una mole cartesiana, poderosa y roja.
De cada ventana cuelgan las banderas del país que acogen; si las pequeñas delegaciones ocupan apenas varias plantas, el de USA da la vuelta a la manzana. España tiene a Italia de vecinos, lo que prometería juerga si no fuera porque en todo el recinto no se vende ni una gota de alcohol y tampoco hay música, solo ese silencio filtrado, diletante. Tanto, que en la zona ajardinada con vistas al Sena donde hay algo parecido a un chiringuito, hamacas y sofás acolchados donde unos polacos beben Coronita sin alcohol y varias inglesas juegan al UNO, llama la atención el sigiloso silbido de un cuenco tibetano. Varios deportistas hacen yoga mientras suena ese filosófico sonido, y casi resulta creíble esa paz impoluta y categórica, a pesar de que por dentro tengan concentrados tres años de esfuerzo diario listos para estallar el día que compitan. A eso suena la Villa Olímpica, a lo que está por pasar, a lo que se callan, a lo que visualizan.
Es un barrio, sí, pero un barrio donde tus vecinos tienen cualidades inverosímiles. «Todas las villas tienen algo especial, siempre me siento a gusto viviendo aquí», dice Carolina Marín acompañada por más deportistas españoles. Los delata el chándal, a ella la fama. Porque eso sucede, que vas a recoger la ropa a la lavandería, el único sitio de todo el recinto donde hay un olor propio frente al olor callado de una ciudad nueva, sin usar. Porque si el silencio llama la atención, también lo llama el silencio olfativo, sobre todo ante el volumen de gente que está conviviendo allí. En esa extravagante normalidad es posible cruzarte con Marín, a la que muchos se giran a mirar identificando en ella la leyenda del bádminton, pero también con Simon Biles, o con Rafa Nadal y Carlos Alcaraz.
Si algo tiene la villa es quizá eso, las dimensiones físicas y también mentales; por eso, José Toro aguarda frente a la puerta del edificio de España sobre una bici para ir a entrenar con su hija Ariane Toro y el resto de equipo de judo. «A estas alturas, poco queda más que sudar un poco, y sobre todo, esto», dice tocándose con el dedo la sien. Al cabo de unos instantes, pedalean entre carcajadas subidos de dos en dos en las bicis, alejándose por la villa, mientras otros deportistas se acercan a cenar al restaurante; cada quien hace lo que puede con las tradiciones y las costumbres de sus respectivos países, de ahí que tengan cinco comedores con menús para todas las culturas y casi 3.200 plazas para alimentarlos. Pero ahí tampoco huele, y tampoco hay música. Ni ruidos, porque hasta la petanca a la que juega el equipo de hípica alemán hace un sonido amortiguado al caer la bola sobre la arena. Es como si los sentidos estuvieran al servicio de otra cosa, hasta la piel en vez de tacto tiene algo de dorsal y escudo. La convivencia mundial cabe en un barrio como este.
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