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Nada justifica la invasión de un Estado soberano. Ni la de Estados Unidos en Irak, ni la de Rusia en Ucrania, por mencionar dos que han marcado este siglo. La población debe ser capaz de decidir el rumbo de su país y la sociedad que desea construir en él, y de nada sirve apelar a valores como la democracia o la desnacificación para validar su imposición por la fuerza. La legislación internacional es clara y no deja dudas al respecto.
Dicho esto, es evidente que, a veces, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Afganistán es la mejor prueba de ello. Se han cumplido tres años desde que Estados Unidos protagonizó una de las salidas más chapuceras y humillantes de la historia, poniendo fin a dos décadas de ocupación y tutela con imágenes inéditas desde la caída de Saigón, y el régimen talibán ha retrasado los relojes 20 años. Es lo que cabía de esperar de una manada de neandertales integristas.
Por eso, hoy nos centramos en los cambios que han devuelto Afganistán a las cavernas, y en cómo China y Rusia están tratando de ocupar el espacio que ha dejado su archienemigo.
Estos son los tres temas que abordaremos hoy:
Afganistán se convierte en un agujero negro.
El gobierno en Tailandia es un asunto hereditario.
La viruela del mono no será el próximo covid.
Las capitales de Afganistán e Irán albergaban escenas similares en la década de 1970: en las calles de Kabul y Teherán se podían ver mujeres sin hiyab y vestidas con minifalda. Y no solo disfrutaban de libertad para vestirse, también podían formarse y trabajar. Hoy, sin embargo, es imposible tomar esas fotografías porque los fundamentalistas se han hecho con el poder de sendas repúblicas islámicas y han relegado a la mujer a un papel de mera figuración: el régimen de los ayatolás persigue a las mujeres que no se cubren la cabeza desde la revolución islámica de 1979, y desde hace tres años es mejor resguardarse bajo un burka para evitar el azote de los talibanes.
Es la peor consecuencia de la vergonzosa marcha de Estados Unidos de Afganistán. Vergonzosa no por salir de un país en el que nunca debió entrar a sangre y fuego, sino por cómo se produjo esa huída, abandonando a su suerte a mujeres y niños que han crecido y se han formado en unos valores que se esfumaron con la triunfante entrada de los barbudos con Kalashnikov. Desde ese momento, Afganistán se ha convertido en un agujero negro.
Es lo que dicen quienes están sobre el terreno, porque muchas de las estadísticas que sirven para analizar la evolución del país han dejado de publicarse y es imposible comparar el hoy con ayer. La renta per cápita es una de las que sí se ha recopilado, y muestra claramente una abrupta caída: desde que las tropas estadounidenses llegaron al país hasta que se fueron, esa variable se multiplicó por cuatro; mientras que en solo tres años de gobierno talibán se ha desplomado un 30%.
El índice de libertades civiles, que en 2020 marcó 14 puntos -como referencia, España tiene 53-, ahora está en cinco y bajando rápidamente. En lo referente a la igualdad de derechos, Afganistán ha perdido todo lo ganado en los pasados 20 años. Si en 2009 llegó a marcar un récord de 0,6 -en una escala de cero a uno-, ahora se encuentra en 0,23, solo seis centésimas por encima de cuando entraron los estadounidenses. Las ONG que continúan trabajando en el país advierten de que, además de la erosión de libertades, también hay dificultad para alimentar estómagos. La desnutrición y la mortalidad infantil van en aumento.
Los gobiernos de Afganistán e Irán comparten también su odio hacia Estados Unidos. Y nada mejor que eso para alinearse con el bloque autoritario que lidera China. No en vano, Pekín ha decidido este año reconocer a los talibanes como legítimos gobernantes del país, convirtiéndose así en el primer país que acepta las credenciales diplomáticas de su enviado al gigante asiático, Bilal Karimi. China ha olido negocio.
Y Rusia también. A pesar de haber estado enfrentados durante una década que acabó una vez más con la retirada soviética, ahora el Kremlin sopesa eliminar a los talibanes de la lista de grupos terroristas en la que se encuentra desde 2003. No porque hayan modificado su ideología o forma de actuar, sino porque interesa hacer negocios con ellos. Es una muestra más de la hipocresía que rige en todos los países del mundo, independientemente de los valores que afirmen enarbolar. Es solo cuestión de tiempo que incluso gobiernos occidentales reconozcan la legitimidad de los talibanes. Se confirmará así una máxima que no por conocida deja de ser sangrante: lo que menos importa es el sufrimiento de la población.
Tailandia es uno de esos países que a menudo coquetean con la democracia y que, sin embargo, nunca llegan a implementarla por completo. Cuando parece que lo va a lograr, los militares abortan la esperanza con un golpe de Estado. Y vuelta a empezar. En este círculo vicioso, hay una familia que destaca sobre el resto, la de los Shinawatra. Concretamente, la de Thaksin Shinawatra, un millonario del norte del país que en 2007 fundó el partido Pheu Thai e inauguró una saga política que bien merece una serie de Netflix.
Lo tiene todo: corrupción, huída, exilio, regreso, cárcel, y triunfal liberación. Y eso contando solo la historia de Thaksin, cuyo trabajo como primer ministro fue memorable por lo polémico. Luego hay que añadir a su hermana, Yingluck Shinawatra, que alcanzó el poder tras un baño de sangre entre los camisas rojas y los camisas amarillas y lo retuvo entre 2011 y 2014.
Curiosamente, su mandato acabó igual que el de su hermano: con un golpe de Estado. Ambos tuvieron que exiliarse, pero Thaksin regreso el verano del año pasado y, aunque ingresó en prisión para cumplir una pena de ocho años, el rey -del que no se puede decir nada negativo a pesar de que sea un sátrapa de mucho cuidado- se la conmutó pocos días después por otra de un año. Finalmente, ha quedado en libertad condicional gracias a supuestos achaques de salud.
Ahora es la hija de Thaksin, Paetongtarn Shinawatra, la que toma las riendas del reino asiático con la esperanza de no acabar como su padre o su tía. Con 37 años, es la primera ministra más joven de Tailandia y ha accedido al cargo tras varias carambolas en las que ha intervenido la justicia y en las que la voluntad de los votantes es lo que menos ha importado. Es el cacareado 'lawfare' en su máxima expresión.
La semana pasada la Organización Mundial de la Salud declaró la emergencia sanitaria internacional por el brote de viruela del mono -Mpox- que se extiende por África, sobre todo por el Congo. Y es evidente que la mutación del virus, que lo ha hecho más transmisible, resulta preocupante. Pero no se va a convertir en un nuevo covid, como apuntan algunos.
En primer lugar, porque la mayoría de las infecciones entre humanos se producen a través de las membranas mucosas o por un contacto estrecho piel con piel, o con objetos que hacen de intermediarios, como una sábana. Aunque no es necesario que exista actividad sexual -principal vía de contacto de variantes anteriores-, tampoco parece que haya aún un número relevante de contagios por aerosoles -por el aire-, una de las principales preocupaciones de los científicos. En definitiva, se extiende mucho más difícilmente que el covid.
En segundo lugar, porque, a pesar de la migración, los intercambios con el continente africano son mucho más escasos que con China, tanto a nivel personal como comercial. Y, por último, uno de los principales elementos diferenciadores es que existe una vacuna probada y eficaz. El reto es hacerla llegar a quien la necesita.
En cualquier caso, todo esto explica que el riesgo de epidemia en Europa sea 'bajo' a pesar de que ya se han detectado casos en varios países. Por todo ello, y aunque sea verano, conviene no alarmar a la población, lo cual no quiere decir que hay que bajar la guardia.
Es todo por hoy. Espero haberte explicado bien algo de lo que está ocurriendo en el mundo. Si estás suscrito, recibirás esta newsletter todos los miércoles en tu correo electrónico. Y, si te gusta, será de mucha ayuda que la compartas y la recomiendes.
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