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Muchos han señalado la hipocresía de que una cumbre medioambiental como la COP 28 se celebre en los Emiratos Árabes Unidos, el séptimo mayor productor de petróleo del mundo y uno de los mayores paradigmas del derroche y la megalomanía urbanística. Sin duda, a primera vista parece, como poco, una contradicción. Más si se tiene en cuenta que, según diferentes informaciones, los dirigentes de Dubái están aprovechando la cita para mercadear con sus combustibles fósiles.
Pero pocos caen en la cuenta de que EAU produce mucho petróleo… para que lo consuman otros. Y el problema no está tanto en su extracción como en su uso. Algo parecido sucede cuando se señala a China con dedo acusador porque se ha convertido en el país que más CO2 emite a la atmósfera. Ya produce nada menos que una tercera parte del total. El problema, es que mucha de esa contaminación se genera en la fabricación de bienes que se venden fuera del país. Y quizá sea más justo atribuir esas emisiones a quienes adquieren esos productos.
Por eso, hoy en 'El mundo, explicado' analizamos en profundidad la hipocresía y el cinismo que se apoderan de los países y los ciudadanos más adinerados en la lucha contra el cambio climático.
Es fácil reducir las emisiones de gases nocivos cuando no se produce nada. La desindustrialización de Occidente, sumada a la deslocalización de la industria más contaminante a países en vías de desarrollo, ha facilitado que Europa se 'limpie' y sea uno de los pocos lugares en los que las emisiones caen.
Es innegable que, en parte, eso se debe a la transición energética; pero, por otro lado, también es evidente que gran parte del CO2 que corresponde a lo que consumimos lo hemos exportado. Bilbao es un buen ejemplo de ello: si ahora la gente se puede bañar en la misma ría que durante el siglo XX fue un lugar infecto es, sobre todo, porque la industria de sus márgenes ha desaparecido. Se ha trabajado para recuperar el entorno, sí, pero después de que los astilleros cerraron. Ahora los barcos se construyen en Asia.
Y lo mismo se puede decir de la basura que no reciclamos y que enviamos al mundo en desarrollo, o de las empresas que echan mano del manual de 'greenwashing' para comprar créditos de carbono y hacer creer que han logrado la neutralidad de emisiones en sus campañas de márquetin. La fórmula es la misma: pagar para mirar a otro lado y que el marrón se lo coman otros.
Por eso, quizá una métrica mejor para decidir quiénes somos los más culpables del cambio climático sea la de las emisiones por ciudadano. Y, ahí, el ranking da un vuelco. Los países del golfo pérsico continúan en cabeza, porque son ricos y, además, sus residentes tienen que sobrevivir en uno de los climas más extremos del planeta. Pero son pocos, saben que el chollo se les va a acabar pronto, y ya están diversificando para labrarse un futuro más allá del oro negro.
Muchos más son, por ejemplo, los estadounidenses. Y cada uno emite 14,9 toneladas de CO2 al año. Es una cifra similar a las de Canadá o Australia, supone más del doble de lo que contamina un chino (8 toneladas) teniendo en cuenta todo lo que su país exporta, y nada menos que siete veces el CO2 que genera un indio (2 toneladas), a pesar de que el país de Gandhi supone ya el 7,6% de las emisiones totales y es uno de los que más crece en emisiones.
Pero incluso esta variable es injusta para dictar sentencia. Mucho más precisa es la que calcula las emisiones según la renta de cada ciudadano. Por ejemplo, el viaje en jet privado del rey Carlos III de Inglaterra para decir en Dubái lo mal que va todo genera un volumen de CO2 similar al de un ciudadano británico durante todo el año. En la anterior cumbre del clima se realizaron nada menos que 315 viajes en aviones privados, el medio de transporte favorito de la elite económica.
Según un estudio de Oxfam, un milmillonario emite tantos gases de efecto invernadero como un millón de personas que pertenecen al 90% menos favorecido de la población. Los 125 ricos más ricos del planeta emiten lo mismo que toda Francia. Y su nacionalidad da igual. Lo mismo es un milmillonario chino, que uno ruso o uno estadounidense. Lo que importa es su consumo y las inversiones que hacen. Y eso es algo aplicable a todo: las emisiones varían en función de nuestro estilo de vida. Y si países como China o India cada vez producen más CO2 es en parte porque fabrican lo que nosotros consideramos demasiado sucio o duro y, en parte, porque también quieren vivir mejor. O sea, calentarse en invierno y refrescarse en verano, por ejemplo. O tener un coche.
Se debe exigir responsabilidad a todos. Y los países en vías de desarrollo no pueden cometer los mismos errores de los países desarrollados porque el tiempo se acaba y el mundo es solo uno. Por eso es importante resaltar que China es el país que más invierte en energías renovables, por ejemplo. De hecho, es el principal productor de los paneles solares que están facilitando la transición energética en el mundo occidental.
Pero es evidente que la falta de educación hace que muchos en los países en vías de desarrollo tengan muy poca conciencia medioambiental. Eso sí, señalarles con dedo acusador es hipócrita. Y exigir que la clase media decrezca también. Quienes deben hacerlo son el 10% más acaudalado. Esos que cogen un jet privado para asistir a un partido de fútbol, a una junta de accionistas, o a una cumbre climática. Cada año se suman 600 aviones al parque móvil alado de la jet set, que representa el 0,0008% de la población. Ellos son el principal problema.
Eso no quiere decir que el resto no pueda hacer mejor las cosas. Un buen ejemplo de que la huella medioambiental no tiene por qué ser proporcional al nivel de vida es Suecia. El país nórdico cuenta con una de las sociedades más avanzadas y, sin embargo, sus ciudadanos solo emiten 3,4 toneladas de CO2 al año. A pesar del clima adverso y de que una parte más importante de la población reside en casas y no en pisos, son 1,6 toneladas menos que en España y un volumen similar al de Tailandia o México.
El impulso a las energías renovables y la apuesta por la eficiencia energética son clave, pero no la panacea. Aerogeneradores, paneles fotovoltaicos y baterías generan emisiones y contaminación en su producción, y lo harán de nuevo tras su vida útil. El problema es el consumo. Pero el sistema socioeconómico que hemos creado impide que funcionen alternativas como el decrecimiento, que suena muy bien pero dispararía la pobreza.
Quizá por eso, Emmanuel Macron no vaya tan desencaminado cuando afirma que la solución puede pasar por la energía nuclear. Contamina, sí, pero no emite CO2 -por lo que no impulsa el cambio climático- y existen fórmulas para evitar que los residuos nucleares resulten peligrosos. Por si fuese poco, las nuevas centrales son mucho más seguras.
En cualquier caso, ya que el cambio climático tanto apremia y no estamos dispuestos a volver a las cavernas, quizá sea el momento de poner toda la carne en el asador para desarrollar la fusión nuclear, una fuente de energía limpia, segura e infinita. Si hay voluntad política, dinero y necesidad, se le podría dar el espaldarazo que le falta. Se consiguió desarrollar una vacuna contra el covid en un año, así que merece la pena intentarlo mientras el resto de alternativas ayudan a hacer la transición.
Es todo por hoy. Espero haberte explicado bien algo de lo que está ocurriendo ahí fuera. Si estás apuntado, recibirás esta newsletter todos los miércoles en tu correo electrónico. Y, si te gusta, será de mucha ayuda que la compartas y la recomiendes a tus amigos.
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