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Brendan Gleeson y Colin Farrell en 'Almas en pena de Inisherin'

La fábula irlandesa que va a ganar el Oscar

'Almas en pena de Inisherin' ·

Brendan Gleeson y Colin Farrell son dos amigos que se dejan de hablar en una negrísima parábola que se interroga sobre el origen del odio y las guerras

Jueves, 2 de febrero 2023, 17:55

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El cine ha retratado Irlanda como un territorio mítico que debe mucho a John Ford, un nativo de Maine que soñaba con un país que solo residía en los recuerdos embellecidos de sus padres, emigrantes que marcharon a América huyendo del hambre. 'El hombre tranquilo' cimentó el imaginario de las costas irlandesas azotadas por el viento, las tabernas en las que partirse la cara y contar chismes e historias fabulosas, los odios de clanes por unas lindes que se retrotraen a la noche de los tiempos, la melancolía con sabor a Guinness. 'Almas en pena de Inisherin' se inscribe en la tradición de largometrajes ambientados en una Irlanda que es un estado mental. Aparecen playas en las que perder la mirada en el horizonte, como en 'La hija de Ryan', y tragedias de hombres pegados a la tierra, como en 'El prado'. La gran vencedora de los últimos Globos de Oro, donde se llevó los premios a mejor comedia, guion y actor protagonista (Colin Farrell), es también favorita para hacerse con el Oscar.

El título original del filme, 'The Banshees of Inisherin', ofrece más pistas sobre el tono del cuarto largometraje de Martin McDonagh, director de 'Escondidos en Brujas' y 'Tres anuncios en las afueras'. Las 'banshees' son algo así como hadas del folclore irlandés, que se aparecen a una persona para anunciar con sus llantos y gritos la muerte de una pariente cercano. También pueden permanecer a cierta distancia de la casa familiar, paseando por las colinas o sentadas en un muro de piedra. La isla de Achill, en la costa occidental de Irlanda, e Inishmore, una de las islas de Aran, fueron las localizaciones elegidas por el dramaturgo inglés para ambientar una fábula que se ennegrece según avanza el relato. En este pueblo insular de acantilados y prados, en el que el mar siempre está presente y la vida social se limita al pub y la iglesia, va a suceder algo trascendental, que cambiará su destino para siempre: dos amigos dejan de hablarse.

Mejor ser precisos: uno de los dos compadres (Brendan Gleeson) retira el saludo a su compañero de borracheras y paseos (Colin Farrell) ante la estupefacción general: «Es que ya no me caes bien», justifica. Colm (Gleeson) vive solo en una cala alejada del pueblo y se tiene por compositor y diestro violinista. Pádraic (Farrell) es un tipo simplón que vive con su hermana (Kerry Condon), dedicado a cuidar vacas y ponis. Todos los días quedan a las dos para tomar una pinta en el pub. Así que cuando Colm le cierra la puerta, el mundo del pobre Pádraic se viene abajo. Primero se pregunta si ha hecho algo para ofenderle. Después se ve incapaz de asumir que su amistad se haya roto, aunque su lacónico colega amenace con cortarse un dedo de la mano cada vez que le hable.

Colin Farrell en 'Almas en pena de Inisherin'.

Estamos en 1923 y los últimos cañonazos de la Guerra Civil irlandesa resuenan en el continente. Pádraic es veinte años mayor que su amigo. Considera que el tiempo se le acaba, así que no puede perderlo en charlas banales y se emplea a fondo en su música. «¿Te dedicas totalmente a tu vida de artista y haces caso omiso de los amigos, los amantes o la familia? ¿El trabajo es lo más importante? ¿No importan los cadáveres que dejes por el camino?», se interroga Martin McDonagh. «Es un debate cuya solución no puedo ofrecer ni yo ni la película. No creo que tengas que ser una persona que se autoflagela, oscura u odiosa para dedicarte a cualquier tipo de arte, incluso un arte oscuro. La película explora ese interesante enigma».

'Almas en pena de Inisherin' parte de una anécdota mínima y va abandonando poco a poco el costumbrismo simpático para penetrar en sendas dramáticas, macabras y hasta metafísicas. Las risas van dando paso a la melancolía, la tristeza y el pesimismo. Nos movemos en el territorio de una parábola que se interroga sobre el valor de la bondad frente a la inteligencia. En un país castigado históricamente por la violencia como Irlanda, resulta inevitable entender el filme como una explicación al origen del odio entre hermanos que conduce a la guerra. A la maestría de McDonagh para ir sumando capas de complejidad a la trama se suma su mano en unos diálogos perfectos, donde no falta ni sobra una coma. La soledad, el maltrato, la familia y el pueblo como infierno son temas que aborda una película que administra sabiamente el protagonismo de los personajes.

Brendan Gleeson borda un personaje incomodísimo, duro, callado, inflexible. Un resucitado Colin Farrell también deslumbra en la piel de un buen hombre sin demasiadas luces, incapaz de asimilar el fin de la amistad. El director quería que los personajes secundarios «tuvieran sus propias y singulares vidas; como existe esa pequeña guerra entre estos dos hombres, necesitas saber cómo va a reaccionar el pueblo en el que viven, cómo se enfrentan a ese problema y de qué lado van a estar». Si hay un villano en esta historia es el brutal policía local, retratado con tanta precisión como su hijo -el idiota del pueblo-, el tabernero, el cura, la vieja bruja encarnación de la 'banshee' y la hermana de Pádraic, la única que lee y la primera en entender que la vida en ese villorrio de chalados no tiene futuro. «Los directores no suelen querer que el público se ponga triste», justifica Martin McDonagh. «Pero formaba parte de la película: una triste verdad sobre esta historia, sobre Irlanda en ese momento y tal vez sobre la vida».

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