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Del pecado al picnic con hornazo: las prostitutas y el origen del Lunes de Aguas

Del pecado al picnic con hornazo: las prostitutas y el origen del Lunes de Aguas

Una de las tradiciones más populares de Salamanca tiene su origen en la expulsión de prostitutas durante la Semana Santa, una práctica común en otras ciudades cuando la prostitución se gestionaba desde el poder

M.J. Carmona

Lunes, 28 de abril 2025, 10:01

El Lunes de Aguas es sinónimo de comida y fiesta en Salamanca. Pero bajo el sabor del hornazo y el bullicio de este día late una historia que merece un análisis: la expulsión de las prostitutas durante la Semana Santa y su esperado regreso tras terminar que se celebraba en la orilla del Tormes con música, vino y comida. Una tradición que, si bien en su forma es única y reconocida en muchos lugares, responde a una lógica moral y de control social que compartieron muchas ciudades de la España del Siglo de Oro.

Según el historiador Denis Menjot en un artículo de investigación publicado en 1994, la prostitución femenina se expandió en la Península con el auge urbano en los siglos finales de la Edad Media. Salamanca no fue la excepción. Aquí, la pobreza empujó a muchas mujeres a ejercer la prostitución y a muchos hombres a convertirse en 'rufianes' -proxenetas-. Lejos de ser clandestina, la prostitución estaba regulada por el municipio y organizada en las llamadas 'Casas de Mancebía'.

Estos establecimientos públicos, donde se ejercía la prostitución de forma supervisada, estaban situados en el Arrabal del Tormes y fueron promovidos por el príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, durante su breve residencia en Salamanca entre 1497 y 1498. Su ubicación fuera del casco urbano respondía al deseo de canalizar la actividad sexual en un entorno controlado, bajo la vigilancia de un personaje clave en esta historia: el Padre Putas.

El objetivo era doble: evitar que la 'sexualidad desordenada' afectara a las mujeres 'honradas' y preservar el orden público. En palabras de autoridades murcianas de 1444: «Una mala mujer con sus costumbres y su conversación puede hacer como ella a buenas mujeres».

Una moral que se imponía por decreto

Durante la Cuaresma y, especialmente, en Semana Santa, la moral católica se volvía aún más estricta. Las autoridades eclesiásticas exigían una limpieza simbólica del pecado: las prostitutas eran expulsadas de la ciudad y enviadas al otro lado del río, escoltadas y custodiadas para evitar que permanecieran dentro del núcleo urbano.

El mismo patrón se repitió en otras ciudades durante la Edad Media como en Toledo, Valladolid, Burgos o Barcelona, donde también se ordenaba a cerrar temporalmente las mancebías o se las internaba en casas de recogida e instituciones religiosas donde se les exigía arrepentimiento, disciplina y una vida piadosa durante la Cuaresma.

La prostitución era vista como un 'mal necesario' fuera del calendario sagrado. A las 'mujeres públicas' se les exigía vestir de forma diferenciada, pagar impuestos especiales y acatar normas estrictas. Aunque no eran consideradas criminales, las que transgredían las normas podían ser castigadas con cárcel, azotes o incluso el destierro. Su figura resultaba ambigua: como recuerda Menjot, «eran vistas como trabajadoras sociales encargadas de canalizar los impulsos masculinos y proteger, paradójicamente, el honor de las mujeres respetables». Sin embargo, su vida estuvo siempre marcada por la exclusión, la vigilancia y la reprobación moral.

En este esquema, el deseo masculino se asumía como inevitable, mientras que las mujeres -todas las mujeres- quedaban bajo sospecha. Para proteger a las 'puras', se aceptaba la existencia de mujeres 'impuras', convertidas en un mal necesario según los hombres con poder de la época. De una forma u otra, la culpa siempre recaía en ellas: provocaban, pagaban y, sobre sus cuerpos y su culpa, se sostenía una parte del orden social. Las mujeres siguieron -y siguen- cargando con culpas que no eran -ni son- suyas.

El regreso de las prostitutas: origen festivo del Lunes de Aguas

Una vez pasado el Domingo de Resurrección, Salamanca se permitía volver a su rutina. El lunes siguiente, los estudiantes universitarios y ciudadanos esperaban en la ribera del río Tormes para recibir a las mujeres expulsadas en un ambiente de jolgorio con música, vino y, más adelante, el típico hornazo.

Mientras en otras ciudades esta historia se diluyó en el olvido, en Salamanca se transformó en una fiesta popular que ha perdurado durante siglos. Así nació el Lunes de Aguas, que convertía en celebración el retorno del 'pecado' a la ciudad.

Vigilancia constante, el fin de las casas de putas oficiales y el inicio del silencio

Las prostitutas -llamadas amorosas, mundarias o mujeres erradas- no vivían solas en los márgenes. A su alrededor existía toda una 'gente del mal vivir': rufianes, tahúres, ladrones, golfines, gayolas… Grupos que alteraban el perfecto orden, sumisión y seguridad que se pretendía en aquellas. La concentración de esta población en barrios concretos -algo que, en ciertos aspectos, sigue ocurriendo- permitía a las autoridades vigilar y controlar los márgenes de la moral pública.

La regulación era minuciosa y existieron las 'leyes de putas' que están recogidas en muchas ordenanzas públicas de ciudades españolas de entre 1400 y 1600. Las prostitutas tenían prohibido usar mantillas, joyas, tafetanes o colores como el rojo escarlata, reservados a mujeres con cierta posición social. Toda esta estructura normativa tenía un objetivo claro: mantener separadas a 'la virtud del deseo'.

El modelo comenzó a resquebrajarse con el avance del siglo XVII. En 1623, el rey Felipe IV prohibió oficialmente la prostitución y ordenó el cierre de las casas de mancebía en toda España, en un oleada moralizadora impulsada por el catolicismo más intransigente y la presión social creciente. Desde entonces, la prostitución se volvió clandestina en Salamanca, desplazándose a callejones, mesones y rincones discretos de la ciudad.

El Lunes de Aguas se celebra entre hornazos sin que algunos sepan el verdadero origen de la historia, sin que piensen en lo que llega a suponer incluso actualmente. Lo que en su día fue una estrategía para ocultar y controlar a las mujeres que vivían de la prostitución de sus cuerpos, es hoy una fiesta de primavera.

Rescatar su historia no debería de restar valor a la celebración, sino abrir la puerta a una reflexión necesaria: preguntarnos cómo, entonces y ahora, las sociedades siguen gestionando -y controlando- el deseo, la libertad y el cuerpo de las mujeres.

Moral, poder y religión han ido históricamente de la mano, sobre todo cuando se trata de lesgilar sobre derechos femeninos. La prostitución lejos de ser un vestigio del pasado, sigue atravesando debates contemporáneos difíciles sobre derechos, estigmas y libertades.

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