Salir a la fresca: una tradición en peligro de extinción que pervive en Salamanca
En muchos pueblos de la provincia e incluso en bastantes barrios de la capital salmantina se mantiene esta sana costumbre que fomenta la cohesión social y que usa el espacio público sin necesidad de consumir en él
Un corrillo de sillas a la puerta, voces que se cruzan, historias compartidas. Tras los rigores de un caluroso día de verano, cuando cae el sol, salir a la fresca no es solo buscar alivio. Es una forma de estar en comunidad, de cuidar sin organizar, de hablar sin reloj, de estrechar vínculos.
Esta costumbre estival sobrevive en numerosos pueblos de Salamanca, pero también se resiste a desaparecer en algunos barrios de la capital. Actualmente, en un contexto de urbanismo poco amable y relaciones cada vez más individualizadas, su pérdida deja un vacío más profundo de lo que parece.
María Marlen, artista e investigadora salmantina, dedicó un año a documentar esta práctica. Graduada en Bellas Artes, con un máster en Producción Artística y doctoranda en Historia del Arte, es autora de A la fresca. Modos no reglados de comunicación relacional en la Sierra de Francia, que publicará próximamente la Diputación de Salamanca.
Su arraigo rural ha guiado sus pasos: «Para mi trabajo de fin de máster estuve investigando sobre la huella de las mujeres en el saber popular», explica. A partir de ahí, comenzó a interesarse por los espacios informales donde ese saber se transmitía: las reuniones vecinales, las tertulias tras la comida, las labores compartidas.
Un archivo vivo en los pueblos de la Sierra de Francia
Con la beca de investigación etnográfica Ángel Carril, concedida por el Instituto de las Identidades, centró su trabajo de campo en todo lo relacionado con la fresca en varios pueblos serranos: Las Casas del Conde, San Martín del Castañar, Miranda del Castañar, La Alberca, Sequeros. También recogió testimonios en San Esteban de la Sierra y Mogarraz, entre otros.
El tamaño, la arquitectura o el turismo influyen en cómo se vive esta costumbre. En los pueblos grandes había muchas más localizaciones donde se formaban grupos más grandes. En otros, por su urbanismo, a lo mejor no había grupos tan grandes, pero una calle estaba abarrotada de gente.
Los pueblos más pequeños o con calles menos accesibles han mantenido los poyos de piedra para sentarse al lado de las puertas y eso facilita que se mantengan como lugar de encuentro. Sin embargo otros, al ensanchar sus calles, el espacio público había pasado de ser refugio nocturno para las personas a dar paso y aparcamiento a los coches.
Mujeres al frente y códigos secretos
Pero lo que es común a tiempos pasados y al presente, en todos los lugares en los que se sigue saliendo a la fresca es la conversación. En ese momento de descanso y encuentro espontáneo, quienes participan cuentan cómo les ha ido el día, comparten historias y recuerdos. Se preocupan unas de otras. Se combate la soledad no deseada.
Si los niños están jugando cerca, las vecinas desempeñan un poco de cuidado colectivo de todos los pequeños, incluso los entretienen contándoles cuentos o cosas de otros tiempos.
Por supuesto, es momento de cotilleos, de si a no se quién le ha pasado algo, salseo de amores de verano. También se hacen bromas entre generaciones.
Uno de los aspectos que más llamó la atención de María durante su investigación es la dimensión femenina de estas reuniones. Aunque los hombres también salían, eran las mujeres quienes lideraban la tertulia.
Las mujeres más mayores (a las que acudió en busca de las tradiciones más antiguas) le contaban que cuando eran jóvenes y hablaban de temas como la menstruación, el parto o cosas «picantes», tenían cuidado de que nadie las escuchase. Por ello tenían una serie de códigos para guardar silencio si detectaban que alguien se acercaba: «decían que estaba la ropa tendida, me pareció muy curioso», explica.
Urbanismo y usos del espacio público
Además de sentarse en los poyos de piedra pegados a las fachadas, para disfrutar a la fresca cada cual saca su silla, su tajo. Incluso se deja algún asiento para quien se pueda acercar. En los pueblos sigue siendo más sencillo, pero en la capital salmantina, donde ya escasean las casas de planta baja y en muchas ocasiones los vecinos apenas se conocen, quedan pocos reductos donde se mantenga la costumbre.
Todavía se puede ver en barrios como Pizarrales, Barrio Blanco, San José, El Tormes, Tejares, Chamberí o Puente Ladrillo. Hasta hace pocos años, en Pizarrales, en la calle La Luz, un pequeño grupo de mujeres hacía encaje de bolillos a la fresca mientras la claridad lo permitía. Pero los mayores van desapareciendo y no siempre tienen relevo dispuesto a seguir sentándose a la puerta.
Además, las condiciones son cada vez más difíciles: muchas calles no invitan a sentarse y están llenas de coches aparcados que no dejan espacio a las sillas. No quedan poyos en las fachadas, los bancos no están pensados para facilitar la conversación, y la vida comunitaria se ve desplazada por un modelo de consumo en el espacio público.
Del poyo compartido a la terraza de pago
«Parece que si habitas el espacio público ya tiene que ser porque consumes», lamenta María. Esta práctica (que hace unos años fue propuesta como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad), está en peligro de extinción. La joven investigadora recuerda que la amenaza es tal que se han dado casos recientes —como el de un pueblo andaluz— en los que se ha advertido a las vecinas de que podrían ser multadas si colocaban sillas en la calle para tomar el fresco.
Si desaparece la fresca, considera, la pérdida sería muy grande. «Al final es el resquicio que queda del archivo vivo de las comunidades. Es una práctica espontánea donde siguen circulando muchos saberes, anécdotas e historias», señala.
«A través del cotilleo, que puede parecer una tontería, no solo se consigue la cohesión social sino que ha sido muy importante para prever acontecimientos, generar futuras manifestaciones artísticas como pueden ser los refranes o los romances. Todas esas cuestiones vienen inicialmente de una historieta de algo que le pasó a alguien», reivindica la artista.
Pero hay más: «Son circuitos vivos que nos quedan en algunos lugares y que hay que preservar. En una sociedad tan individualista como la actual, estas fórmulas te permiten conocer a tu vecino. Al final también son como un lugar de resistencia frente a la individualización de la ciudad y al uso del espacio público para el consumo», concluye.
No es lo mismo salir a consumir algo a una terraza que compartir el fresco con tu vecindario. Puede que hoy ya no se salga a coser a la puerta de casa, ni a contar cuentos en grandes grupos, pero aún hay quienes sacan una silla al fresco. Y mientras haya alguien dispuesto a sentarse y a escuchar, quizá no todo esté perdido.