Uno de los periodos más oscuros y macabros de la historia de nuestro país lo constituyen los 350 años que la Santa Inquisición amordazó y desangró a España; 350 años marcados por la tortura, los autos de fe y, por supuesto, por la muerte.
Esta era del horror comenzó en 1478 (gracias a la aprobación de una bula papal expedida por los Reyes Católicos) y su reinado del terror se extendería hasta 1834, año en el que la reina regente María Cristina decretó la abolición total de la Santa Inquisición.
Inspirada en la Inquisición Medieval, el Santo Oficio instaurado por Fernando de Aragón e Isabel de Castilla sembró el miedo y el temor en todo el territorio español durante algo más de tres siglos.
El Tribunal de la Santa Inquisición: su misión
El propósito original del Santo Oficio se resumía en combatir la herejía que pudiese amenazar la sociedad teocéntrica de la España del momento; sin embargo, con el paso del tiempo, la jurisprudencia de la Santa Inquisición fue ampliando sus horizontes.
Durante el siglo XVI, el Santo Oficio gozaba de poder «judicial» sobre toda clase de delitos que, hasta entonces, habían corrido únicamente a cargo de los Tribunales Eclesiásticos.
Esto, lógicamente, derivó en la persecución de todo aquello que pudiese considerarse inmoral y los herejes ya no eran únicamente los miembros de las órdenes religiosas que se desviaban de la doctrina oficial, sino que también se incluían apóstatas, excomulgados, blasfemos y, por supuesto, brujas (o lo que ellos decían que eran brujas).
Los inquisidores comenzaron, entonces, a crear y emplear todo tipo de instrumentos de tortura con el objetivo de arrancar la confesión al reo de turno.
Las garras de la Inquisición se cernieron sobre todo el territorio español y Salamanca, la ciudad del saber y el conocimiento, no iba a ser menos.
La Santa Inquisición en Salamanca
Bartolomé Carranza, Luis de León, Gaspar de Grajal y Martín Martínez de Cantalapiedra fueron algunos de los protagonistas de las persecuciones del Santo Oficio en Salamanca. El proceso contra estos últimos tres reos duró siete años (1571-1578) y sentenció la muerte de Grajal, quien falleció en las cárceles de la Inquisición.
Luis de León y Martín Martínez de Cantalapiedra, por su parte, lograron la absolución.
La búsqueda de enemigos de la fe católica por parte del Santo Oficio en el ámbito académico se camuflaba de acusaciones fundamentadas en lecturas prohibidas ya que, las discusiones teológicas durante el siglo siglo XVI, eran de lo más habituales en las aulas debido al auge de la corriente Humanista.
Juan Escribano, catedrático de griego en el Colegio Trilingüe en la Universidad de Salamanca e importante helenista de la época, se vio sumido, como otros tantos, en un proceso inquisitorial que sentenció su encarcelamiento en Valladolid entre 1575 y 1576.
El proceso inquisitorial contra Juan Escribano
Tal y como señala Francisco Javier Rubio Muñoz en su artículo « La Inquisición en tiempos de Fray Luis de León. El proceso contra el bachiller Juan Escribano, regente de griego en el Colegio Trilingüe de la Universidad de Salamanca», el proceso inquisitorial de Escribano corrió a manos de Diego González y Diego Valcárcel, ambos inquisidores vallisoletanos.
El germen que desató tal proceso fue, aparentemente, una denuncia o acusación anónima, lo que dio pasó a la primera fase inquisitiva siendo esta, secreta para el prisionero.
A esta fase inicial la siguió la intermedia, donde se procedió a la interrogación de testigos.
Finalmente, terminó por decretarse el encarcelamiento de Escribano en una de las prisiones inquisitoriales las cuales, tenían una ristra de cadáveres a sus espaldas debido a las inhumanas condiciones en las que se encontraban sus prisioneros.
Escribano cayó enfermo en prisión (como otros muchos encarcelados), y González y Andrés de Álava hicieron saber a las élites inquisitoriales la precaria situación de los reos y del personal que allí trabajaba.
Así pues, Escribano fue trasladado a otra prisión.
El proceso inquisitorial abierto contra Juan Escribano finalizó en octubre de 1576, quedando éste libre y volviendo su vida académica en Salamanca.
Algunos de los métodos de tortura de la Santa Inquisición
Se trataba de un instrumento de tortura de bronce y con forma, como bien indica su nombre, de toro. El reo era introducido en el interior de la estructura y, bajo esta, se encendía una fogata que calentaba el metal y hacía que la víctima muriese abrasada. Los aullidos de dolor del prisionero salían a través de la boca del toro, simulando el mugido de este.
El condenado era colocado boca arriba sobre un tablón de madera y sus extremidades se ataban a cuatro cuerdas. Las de las muñecas eran cuerdas fijas, mientras que las de las piernas se iban enrollando en una rueda giratoria a través de una red de poleas hasta quedar dislocadas o, incluso, desmembradas.
Se trataba de un ataúd, de algo más de dos metros de altura con rostro femenino que se colocaba de forma vertical y en cuyo interior se introducía al preso. El interior de la estructura estaba compuesto por numerosos pinchos de hierro que, al cerrar las puertas, perforaban el cuerpo del reo. Cuando la dama de hierro era empleada, los inquisidores buscaban que el condenado muriese lenta y agónicamente, desangrado.
Respetando las distancias, se trataba de un método de tortura similar al potro, pues al reo se le ataban las manos por detrás de la espalda y se le alzaba, gracias a un sistema de poleas, a varios metros por encima del suelo.
Por la tensión ejercida sobre los brazos, estos se le quebraban y el reo, moría.
La silla de interrogaciones
Más de cien clavos de hierro conformaban tanto el respaldo de esta silla como el asiento de afilados. A través de unos cinturones que amarraban al torturado a la silla, los clavos perforaban el cuerpo de este.
Para más inri, en algunas ocasiones, se colocaba bajo la silla de hierro una especie de brasero con brasas ardiendo que, lógicamente, calentaban la silla y terminaban por quemar a la víctima.
El reo, desnudo, era introducido en el interior de una jaula pendida sobre el suelo. En ningún momento se le brindaba agua o alimento alguno, lo que hacía que éste muriese de inanición y deshidratación y acabase por convertirse en comida para buitres y cuervos.
El collar de púas punitivo
Conformado por numerosas púas de hierro y pesando algo más de cinco kilos, este collar se colocaba en el cuello de la víctima, desgarrándole la piel y provocándole heridas de extrema gravedad que, en la mayoría de ocasiones, se gangrenaban y acababan por darle muerte al reo.
Se le introducía al reo un embudo en la boca, a la vez que le tapaban las fosas nasales, y se le forzaba (a través del embudo) a ingerir cantidades ingentes de agua. Esto derivaba en un ahogamiento que, en la mayoría de ocasiones, provocaba destrozos mortales en el estómago.
La hoguera o «relajamiento»
La quema viva se convirtió (y así fue decretado) en el castigo oficial por herejía. Esta tortura que, lógicamente, acababa con la inevitable muerte del reo, fue empleada en su mayoría (pero no en su totalidad) con mujeres sospechosas de practicar brujería. Llegaron a existir, incluso, los conocidos como «cazadores de brujas», varones cuyo oficio se basaba en buscar a mujeres que cumpliesen una serie de requisitos como, por ejemplo, no sangrar al ser punzadas con agujas. Cuando una sospechosa de brujería era llevada ante el Santo Oficio, los inquisidores buscaban en el cuerpo de ésta la marca de demonio, la cuál, debía estar en la piel de la mujer grabada a fuego. Como es lógico, esta mancha nunca era hallada y los inquisidores, faltos de prueba alguna que corroborase las acusaciones, señalaban como estigmas del demonio manchas o antojos de nacimiento que poseía la mujer. Acto seguido, la mujer era quemada viva en la hoguera.
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