La China de Rosa Polo | Día 4 (Libo - Congjiang - Zhaoxing)
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La China de Rosa Polo | Día 4 (Libo - Congjiang - Zhaoxing)
Pasamos el día entre arrozales y nos rebelamos en la mesaNecesitas ser registrado para acceder a esta funcionalidad.
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En las novelas de Agatha Christie siempre hay un grupo de ricachones europeos que viajan por medio mundo y que tienen tiempo para tomar el té, discutir en las cenas y cometer un asesinato. Qué suerte, porque aquí solo puedes matar a alguien tirándolo desde el autobús. Tres horas de traqueteo nos esperan. Tres.
Somos animales de costumbres: acabo de darme cuenta de que todos los pasajeros nos sentamos siempre en los mismos sitios. Al fondo del autobús se acomodan las tres parejas de chinos afincados en Austria junto con Lexi, Iván y Chiara, los guías; de la mitad hacia delante van el heredero y mi santo, después un suizo amabilísimo y, a continuación, Julia, la francesa, y Marina, una chica políglota perdida que hasta chapurrea el catalán. En la fila de la izquierda, de un solo asiento, Patrick se sienta delante de mí y, detrás, una mujer húngara. Sé que Scott, el jefe del cotarro, está cerca del conductor, pero no veo dónde están el otro austriaco y un par de chicas de origen chino. Llevamos juntos tres días, pero aún no nos sabemos los nombres de todos, así que somos nuestra nacionalidad. «The Spanish woman», me dicen. Ole.
Entre montañas envueltas por nubes y una niebla que difumina los árboles a menos de tres metros, nos dirigimos hacia Congjiang County para visitar la aldea de los miao. Nos reciben bailando y ataviados con los trajes típicos: los hombres, de azul índigo, portan armas, ya que es la única etnia de toda China a la que se le permite tenerlas para cazar; las mujeres lucen unos atuendos llenos de bordados de flores, mariposas y pájaros de colores vivísimos. Reparo en dos chicas vestidas de esta guisa consultando sus móviles y la imagen, por anacrónica, es desconcertante, tanto como la de Kirsten Dunst vestida de María Antonieta fumando en un descanso del rodaje. Más extraña todavía resulta la demostración de cómo los padres, hoz en mano, afeitan las cabezas a sus hijos al cumplir los quince años. Estoy por pedir que me afeiten la mía, porque mi emergencia capilar ha alcanzado niveles alarmantes.
Por la tarde visitamos las plantaciones de arroz de Tang'an. Subimos bordeando terrazas que forman unas escaleras de peldaños inmensos por los que se derrama un verde infinito y brillante. La visión, extraordinaria, me sobrecoge, pero el calor y la subida infernal acaban pronto con el 'stendhalazo'. Mojados por la lluvia intermitente y el sudor constante continuamos el ascenso con la respiración entrecortada, y vamos cruzándonos con campesinos que trabajan los arrozales y chiquillos que suben correteando entre los cultivos hasta que llegamos a la plaza de una aldea. Un grupo de hombres juega a las cartas, mientras que algunas mujeres lavan la ropa en una fuente y otras se ganan su vida y la de los suyos vendiendo fruslerías. El machismo no conoce fronteras, hermanas.
Curioseamos entre los puestos diminutos. El heredero quiere comprar algo para sus amigos y Lexi, vivaracha, le ayuda con el regateo pero, cuando va a pagar, la vendedora no tiene cambio. Rápidamente, la mujer soluciona el problema mostrándonos un código QR. Sí, incluso en este pueblo recóndito dejado de la mano de Buda funcionan con WeChat o Alipay. Dudo que yo pudiera pagar tres bragas a cinco euros con el móvil en el mercadillo de mi ciudad.
Agotados como estamos tras la subida, nos merecemos un premio. Una cerveza, vaya. Porque comemos de maravilla, pero bebemos como si fuéramos de Alcohólicos Anónimos: té sin azúcar, zumos y aguas con sabores. Ni agua normal, siquiera. Y entre que no le damos al alpiste, que solo tomamos café en el desayuno y que tenemos que apagar los cigarrillos a medias a causa de las prisas, parece que hemos venido a China a desintoxicarnos. Hartos, mi santo y yo pedimos una birra durante la cena. La mesa de al lado se apunta. Ha comenzado la rebelión cervecera.
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