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El arroz alimenta el cuerpo y las canciones el alma», dice un proverbio dong. Lo suscribo: también alimenta la mía. Y sí, esta última frase es de una cursilería espantosa, pero en mi defensa acude la Unesco, que declaró el Gran Canto Dong como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Por algo será.
La polifonía de esta etnia resulta extrañamente magnética. Anoche, tras la pequeña rebelión cervecera de la cena, los cánticos de los dong nos imbuyeron en una hipnosis colectiva de la que solo pudimos salir cuando las canciones dieron paso a un teatrillo al que invitaron a participar a los espectadores. Patrick y Marina, pasándose la neutralidad suiza por la mismísima nacionalidad, se presentaron voluntarios, y fueron los primeros en beber el vino dulce que corría por unas cañas de bambú sostenidas por las mujeres del coro; después, los dong nos convidaron al resto. Mi santo salió al escenario por voluntad propia; el heredero, a rastras. Yo, en contra de mi habitual gusto por echarme al coleto cualquier cosa que lleve algún grado, y no de temperatura, permanecí en mi asiento: torpe como soy, sabía que acabaría bañada en alcohol al intentar beber de esas cañas.
Marina, blanquísima, se puso colorada. Todos nos arremolinamos a su alrededor cachondeándonos de sus mejillas rojas. «¡Es el vino!», dijo en varios idiomas, y juntos fuimos charlando y riendo hacia el autobús mientras nos maravillábamos ante la imagen nocturna de Zhaoxing Dong Village, uno de los pueblos más hermosos de China. Y sería por la visión de sus torres iluminadas, por el vino o por el jolgorio general por lo que, de repente, el ambiente cambió: ya no éramos compañeros de viaje, sino camaradas.
A pesar del pequeño respiro de anoche, seguimos viviendo en el ajetreo. A media mañana cogemos un tren bala para desplazarnos casi seiscientos kilómetros y contemplar las cataratas de Huangguoshu. Son las más grandes de Asia, y por si una caída de agua de setenta y cuatro metros no fuera suficientemente majestuosa, aderezan el asunto con un espectáculo de luz y sonido.
Al día siguiente, en Longgong, paseamos por un paisaje kárstico lleno de acantilados, arroyos, bosques de piedra y cascadas donde la espuma del agua se transforma en una bruma húmeda. Es todo tan deslumbrantemente hermoso que empiezo a creer que la belleza salvará al mundo, especialmente cuando entramos en la cueva del Palacio del Dragón navegando por un riachuelo y nos encontramos en el interior de una catedral de bóvedas gigantescas y pilares esculpidos en piedra. Desafortunadamente, mi fe se tambalea al comprobar que la iluminación desatada en rojos, azules y amarillos le da a la cueva un aspecto artificial, verbenero. Me sorprende que un país que vive en armonía con la naturaleza sienta, al mismo tiempo, esa necesidad de intervenirla. Cuando lo natural es extraordinario no requiere aliño.
De vuelta en el hotel de Guiyang me pongo hecha un pincel: vamos a ir al teatro, y quiero demostrar a chinos y centroeuropeos que no soy esa mujer de pelos locos y brazos flácidos que han visto estos días, sino una señora de espléndida madurez. Aunque es martes, el recinto está lleno de gente de todas las edades que jalea las actuaciones y hace palmas sin parar con unos aplaudidores de plástico, pero es con la aparición de una cantante («una diva», nos dice Scott) cuando el respetable enloquece. Mira, lo mismo que me pasaría a mí si saliera Pantoja cantando 'Marinero de luces'.
Al finalizar el espectáculo, unos chavales se nos acercan en el vestíbulo del teatro y nos piden un selfi. ¿Por qué? Pues ni idea, pero si Sonia Monroy ha triunfado en Japón yo ya me creo cualquier cosa, hasta que una foto en la que salimos el heredero, mi santo y yo esté rulando por los móviles de tres zagalones chinos. Es nuestra última noche en Guizhou. Qué pena. Justo ahora que somos famosos.
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