El arte urbano que conecta naturaleza, crítica social y memoria en Salamanca
El artista Pablo Sánchez Herrero reivindica lo natural como espacio de resistencia en un mural creado en la Casa del Parque Natural Las Batuecas y reflexiona sobre su proceso creativo, la abstracción y la conexión entre arte y naturaleza
M.J. Carmona
Domingo, 29 de junio 2025, 18:57
Este artista salmantino, con más de dos décadas de trayectoria, ha desarrollado un lenguaje visual profundamente ligado al código de las formas vegetales. Árboles, raíces y bosques —tanto en murales como en obra gráfica— son el vehículo que le permite explorar las relaciones entre lo dinámico y lo estático, entre el individuo y la comunidad, entre la sostenibilidad y la resistencia.
Desde que en 2007 comenzó a pintar en espacios abandonados y degradados, su obra ha estado marcada por una inclinación a lo periférico, a lo marginal. Como muralista, actúa principalmente en los bordes: barrios descentrados, entornos rurales, espacios invisibilizados por la lógica de lo urbano. «Tomo los barrios periféricos como paradigma del rechazo que la ciudad provoca a grandes partes de sí misma», explica.
«Mi obra tiene una base figurativa, pero tiende a la abstracción. Lo que me interesa no es representar el árbol como objeto, sino lo que simboliza: lo que sostiene, lo que conecta, lo que sobrevive.»
La obra que Pablo Sánchez Herrero está creando en la Casa del Parque de Las Batuecas parte del mismo impulso que atraviesa toda su trayectoria: captar la relación entre lo natural y lo humano, entre el paisaje y quien lo habita. Para él, comprender «cómo respira este lugar» es imprescindible. «Aquí todo lo que me rodea influye: la luz, las texturas, el silencio, incluso el viento», cuenta.
Su intención ha sido crear un telón de fondo que represente un bosque gigante. En sus palabras: «Quería que quienes entren en la sala puedan ver el entorno a través de la pintura, no que la pintura les distraiga de las piezas que habrá en la sala». El mural no busca destacar ni reclamar protagonismo; no hay colores estridentes ni formas figurativas obvias, se mimetiza con el entorno utilizando patrones orgánicos que remiten a raíces, ramas, cortezas.
Pero lo que sí hay es una densidad emocional silenciosa, un entrelazamiento entre el gesto y el paisaje. «Aunque algunos artistas intentan no implicar sus emociones, yo no puedo evitarlo. Lo que ocurre en el mundo, mis relaciones, mi incomodidad con el sistema… todo se filtra en lo que pinto». Así, el gesto pictórico se convierte en una forma de resonancia interior y de conexión con el lugar.
Árboles, casi siempre árboles
El árbol, ese elemento central en su obra, no es solo un motivo estético. En ocasiones, se convierte en figura humana: se curva, se rompe, parece sostenerse apenas. Hay una melancolía que atraviesa muchos de sus trabajos, que le sale «sin forzarlo», una tristeza contenida que tiene que ver con lo global: guerras, desplazamientos, genocidios como ocurre en Palestina, Sudán, Etiopía y la República Democrática del Congo. Es imposible mirar a otro lado.
Esta dimensión crítica está presente sin necesidad de enunciarse explícitamente. Sus obras no gritan, pero tampoco callan. Son formas de resistencia frente a un mundo que borra, excluye, desplaza.
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Arte urbano en tierra dura y en los márgenes
Hablar con Pablo también es asomarse a las tensiones de crear arte en una ciudad como Salamanca. A pesar de contar con una de las rentas per cápita más altas de Castilla y León y de tener una Facultad de Bellas Artes con una producción continua de artistas jóvenes, el entorno institucional es conservador y poco receptivo al arte contemporáneo. «Hay proyectos que se han borrado, murales que han desaparecido. Todo debe pasar por filtros demasiado rígidos», lamenta.
Sin embargo, y a pesar de las dificultades, en Salamanca también hay un deseo fuerte de humanizar el espacio público a través del arte, de introducir naturaleza donde hay cemento, de representar lo común.
Pero incluso eso puede volverse ambivalente. «A veces el arte sirve para que el barrio suba de precio, y eso nos tiene que hacer pensar. ¿A quién sirve realmente lo que hacemos?», se pregunta, aludiendo al papel del arte urbano como reclamo estético de un posible motor de gentrificación desplazando así a quienes los habitan.
La trayectoria de Pablo Sánchez Herrero no se detiene en el territorio local. Ha desarrollado proyectos de arte público en zonas rurales y urbanas de España, Portugal, Francia, Italia, Polonia, Noruega, Eslovaquia, Estados Unidos, Uruguay, Argentina y Cuba. Siempre desde una misma premisa: que el mural no colonice, sino que dialogue. Que no conquiste, sino que pertenezca. Por eso, lo que ahora sucede en Las Batuecas no es un proyecto cerrado, sino parte de una evolución vital.
Pablo no pinta paisajes, pinta relaciones; entre personas, entre lugares, entre tiempos.
Pintar, para él, es un acto de cuidado. Una forma de atención. Un ejercicio de pertenencia. Y también, quizás, de duelo. «Si alguien se detiene un segundo más a mirar un árbol, ya vale la pena». Pablo no pinta paisajes, pinta relaciones; entre personas, entre lugares, entre tiempos. Y en un mundo donde todo parece moverse demasiado rápido, su trabajo propone lo contrario: una pausa. Una raíz.
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