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En pleno siglo XXI donde en segundos se puede hacer una videollamada a miles de kilómetros, enviar documentos de un dispositivo a otro en sólo un pestañeo y hasta ustedes están leyendo un periódico a través de un móvil parece mentira que, no hace tantos años, un cajista tenía que juntar y ordenar letras para componer lo que -muchas horas de trabajo después- se tenía impreso entre manos. Toda esta revolución la ha vivido en sus propias manos Eduardo, la tercera generación de la Imprenta Comercial fundada en 1928 que ha pasado de mover moldes a mover el ratón del ordenador.
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«Mi abuelo junto a un socio fundó la imprenta que en un primer momento estaba en la calle San Justo», explica Eduardo. A principios del siglo XX la impresión vivía su edad de oro y la empresa llegó a tener una docena de trabajadores. «Sólo en la encuadernación estaban siete u ocho y otros tres o cuatro en la sala de cajas», recuerda. Ahí es donde entró el como aprendiz para ser cajista. «Entonces era así», añade. Una profesión en la que se tardaba aproximadamente un año en empezar a coger ritmo. «Costaba mucho aprenderlo y llevaba su tiempo», sonríe ahora Eduardo.
No se instalaron en su ubicación actual -en el Paseo de San Vicente- hasta el año 2000. «Nosotros estábamos en el bajo de la casa de Genaro de No, y nos tuvimos que ir de allí porque se caía literalmente», comenta. El cambio de local también supuso una adaptación obligada al negocio. «Aunque hemos seguido trabajando para empresas también hemos tenido que ampliar a un trabajo más de calle e introducir la papelería», asegura. El renovarse o morir es un lema que en un negocio condenado a la extinción por las nuevas tecnologías se convierte en obligado cumplimiento.
Y aunque necesario, no deja de resultar nostálgico que el único cajista que aún sabe cómo funcionan aquellas máquinas de impresión trabaje ahora con programas de ordenador que requieren mucha menos dedicación. «Es frustrante e impresionante ver cómo se puedes hacer tantas cosas con tan poco material», asegura. Lo que antes conllevaba más de un año de trabajo ahora en menos de una semana puede estar terminado.
Hablar de un relevo generacional imitando el trabajo que desarrollaron tanto su padre como su abuelo resulta imposible. Sin embargo, la tradición familiar no acaba en lo que a la maquetación se refiere puesto que el hijo de Eduardo ha estudiado Diseño Gráfico, la profesión moderna de lo que un día fue su bisabuelo. «Yo he tenido que aprender otra vez la profesión con los programas y ahora es mi hijo quien los maneja mejor que yo», apunta.
Una idea en la cabeza, plasmada en un papel con croquis dibujados y, ¡tachán! se hace la magia. En realidad no era tan fácil -ojalá lo hubiera sido para Eduardo- pero sí que es tan aleatorio como parece. «Uno de los encargos que más nos costó fue un encargo de Felipe Maíllo, fue una odisea», recuerda. Esos esquemas hechos a mano se tuvieron que transformar para dar forma a un libro. «Sólo un cajista sabe la dificultad que tiene hacerlo», comenta.
Meses de trabajo no exentos de correcciones y cambios con lo que ello supone. «El hombre venía a ver las pruebas y se hacían algunas rectificaciones», explica Eduardo. A pesar de que aquello fue un trabajo laborioso, lo guarda con cariño por el esfuerzo que conllevó a la imprenta hasta tenerlo en sus manos. «Después de tantos años, esos trabajos es lo que te llevas», añade emocionado.
Ya rara vez se piden esas impresiones, en muy contadas ocasiones en el taller de la Imprenta Comercial se escucha a las máquinas más vetustas trabajar -aunque siguen funcionando- y todo es a golpe de 'clic'. Sin embargo, en ese espacio Eduardo guarda verdaderas joyas: las máquinas con las que empezó su abuelo en 1928. «Una Minerva manual y tenemos una automática», explica. Nadie sabe ya de capuchinas, moldes, regletas o ramas, excepto Eduardo que de vez en cuando le llega una oportunidad para volver a recordar aquellos maravillosos años. «Esos encargos los hago por amor al arte», confiesa, y nunca mejor dicho.
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