La China de Rosa Polo | Día 6 (De Guiyang a Kunming (Yunnan))
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La China de Rosa Polo | Día 6 (De Guiyang a Kunming (Yunnan))
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Hace una semana no sabíamos ni dónde estaba Guizhou y hoy podríamos dar una conferencia sobre sus paisajes extraordinarios y sus minorías étnicas. Nosotros, los únicos occidentales en esta zona, también hemos sido una minoría étnica durante estos días y deduzco que esa particularidad ha propiciado que la gente se haya mostrado tan amable y, al mismo tiempo, tan curiosa: unos nos miraban con descaro, otros nos fotografiaban a escondidas y los pocos que sabían algo de inglés nos preguntaban de dónde éramos. «We're from Spain», respondíamos, y siempre nos decían lo mismo: «Ah, Barcelona!». Lo siento, Madrid, pero te han adelantado. Y por la izquierda.
Al salir de Guiyang camino de la estación de tren, veo por la ventanilla un edificio altísimo atravesado de arriba abajo por un enorme 2046. Que la última imagen que tengo de la ciudad sea el título de una película de Wong Kar-Wai ha de ser un buen augurio.
Scott, Lexi, Iván y Chiara nos acompañan en este último trayecto en autobús. Han sido nuestros pies, nuestras manos y nuestras lenguas en Guizhou. Con mi inglés infantil me esfuerzo en decirle a Scott que le agradecemos sus múltiples atenciones, pero con Lexi no necesito palabras: nos miramos y nos abrazamos. Supongo que ellos, tan cansados como nosotros de esta vida nómada, estarán deseando perdernos de vista, pero hoy son unos padres afligidos que ven partir a sus hijos adolescentes.
En la estación nos quedamos al cuidado de Olivia, una chica tímida y espigada que será nuestra guía en la provincia de Yunnan. Tras charlar un rato con ella y buscar asiento entre la multitud, nos vamos a por un café. En la tienda echamos un vistazo a las chucherías y descubrimos que hay patas de pollo que se venden como aperitivo. Mira, paso por el arroz glutinoso, aunque a mí me guste suelto y libre como una recién divorciada, pero por las patas no.
De repente, me llaman por mi nombre. He dejado de ser «the Spanish woman», y ellos tampoco son ya su nacionalidad para mí. Bueno, no todos, porque algunos nombres me siguen resultando impronunciables, como el del chino simpático. Pero me he aprendido el del austriaco que me faltaba: Kurtz. Y el del suizo, Jürg. También el de la mujer húngara. Se llama Kornelia, y me cuenta que tiene una hija estudiando un semestre de periodismo en Valencia. Al menos, eso es lo que entiendo, que a saber si lo que me ha dicho es que la chiquilla está trabajando de teleoperadora en Burgos.
«¿Lleváis los pasaportes?», pregunta el heredero. Otra vez. No sé en qué momento nuestro hijo se ha convertido en nuestro padre: siempre pendiente de nosotros, ha empezado a tratarnos como si fuéramos una pareja de jubilados medio gagá perdidos en Benidorm. Pero sus desvelos con los pasaportes están más que justificados: sin nuestros salvoconductos no somos nadie. Los utilizamos para todo, también para entrar en la estación de tren de Guiyang, que es gigantesca. Lo son todas las infraestructuras de este país desde la Gran Muralla, tanto que sus tamaños colosales no caben en nuestras pequeñas cabezas europeas. Como en aquella canción de Marvin Gaye y Tammi Terrell, no hay montaña lo suficientemente alta, no hay valle lo suficientemente bajo y no hay río lo suficientemente profundo que les impida a los chinos llegar de un lugar a otro.
Tras casi tres horas de trayecto, en Kunming nos esperan Alex y Nixon, nuestros nuevos guías junto con Olivia. Alex es un tipo simpático que habla alemán y se defiende en inglés, mientras que Nixon, delgado y fibroso, es un puro nervio chino que agarra el micro en el autobús y nos cuenta toda la provincia de Yunnan del tirón, y eso que es más grande que Alemania. Si Scott era el jefe de estudios que colegueaba con los alumnos, Nixon es el profesor de química que aprovecha cada momento para darte la chapa con la tabla periódica. Me da tanto miedo que me pregunte algo al finalizar su explicación que me escondo en mi asiento.
Al subirme al autobús me doy cuenta de lo cansada que me siento. Yo ya no puedo más tirar del carro. Quiero una ducha, una cama y una melatonina. Pero aún queda la cena y yo estoy mala de acostarme. «Será por la altura, porque estamos casi a dos mil metros», me dice Julia. Y es posible: le he pegado un par de caladas a un cigarrillo y me he cogido un pedal más gordo que si me hubiera fumado un porro.
Me siento a cenar. Recuerdo lo que cuenta Marco Polo en 'El Libro de las Maravillas' sobre la comida en esta ciudad a la que él llamaba Iaci: «Los indígenas comen carne cruda de pollos, de carneros y de búfalo. Los pobres van a la carnicería, cogen el hígado crudo tal como cuelga del animal y lo cortan en trocitos comiéndolos con una salsa de ajo». Afortunadamente, no hay nada de eso, pero no tengo hambre y me encuentro mucho peor. Voy a palmarla en Kunming. Aunque, bien mirado, tampoco pasa nada: será la nota exótica de mi obituario.
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