La China de Rosa Polo | Día 10 (Shangri-La y vuelta a España)
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La China de Rosa Polo | Día 10 (Shangri-La y vuelta a España)
Adiós China. Aunque casi no vuelvo por unos mecheros puñeterosNecesitas ser registrado para acceder a esta funcionalidad.
No he vuelto más joven de Shangri-La. Tampoco de China. En todo caso, más vieja, porque la intensidad de este viaje ha hecho que los días aquí sean como años de perro: cada uno vale por siete.
Condensar en unas pocas páginas una nación tan enorme, compleja, hermosa y desconcertante es una misión condenada al fracaso. No he pretendido, ni siquiera intentado, hacer un análisis sociopolítico de China, que doctores tiene este periódico. La mía ha sido una visión a vuelapluma de un país que, unas veces, parece que sigue viviendo en el siglo pasado, y otras, a tenor de su tecnología, sus rascacielos y sus infraestructuras colosales, da la sensación de que está en el 2050.
Las dos provincias que hemos recorrido, Guizhou y Yunnan, son un continente en el que se pasa del sur exuberante, húmedo y pegajoso al altiplano tibetano, de las aldeas diminutas ancladas en el tiempo a las megalópolis futuristas. Por el camino, paisajes tan bellos que conmueven y una diversidad étnica sorprendente para esta profana en la materia. Bueno, ya lo soy menos: casi puedo diferenciar a un miao de un naxi. Lo que temo es que estas etnias puedan terminar siendo un reclamo para esa raza de 'instagramers' que se hacen fotos abrazando a niños africanos. Espero que mis ínfulas de socióloga de campo no me hayan convertido en uno de ellos.
Esta república gigantesca ya nació superpoblada y así sigue. Los edificios, los servicios y los comercios compiten por cada metro cuadrado, y se apretujan como si tuvieran miedo a salirse de los límites del mapa. También las personas: son las siete de la mañana, pero la estación de Shangri-La está llena de gente. Huele a té, a fideos y a glutamato yeyé porque los chinos comen de todo, en todos lados y a todas horas: andando por la calle, sentados en un banco, en estaciones, en aeropuertos, guardando cola. Lo hacen ahora, mientras esperamos el tren hacia Kunming, donde cogeremos un avión para ir a Chongqing y, desde allí, otro con destino a Madrid. El largo regreso a casa ha comenzado.
En Kunming nos recibe Nixon: me aterra pensar que nos haga un examen sorpresa sobre lo que hemos visto durante estos dos días en los que él no nos ha acompañado. En lugar de eso, nos lleva a la parte antigua de la ciudad. Pero yo no quiero ver ni la ópera ni los palacios, porque mi cabeza ha empezado a volver antes que mi cuerpo.
China me ha dejado huella y, en contrapartida, yo también he dejado la mía aquí. En Kunming, digo. En los aseos públicos, concretamente. En cuatro ocasiones, para ser exactos. Tras catorce días de trote, mi estómago ha explotado. Solo quisiera recordarles que la mayoría de los aseos consisten en un agujero en el suelo y que no suele haber papel higiénico, sino una pequeña manguera. Me ahorraré los detalles, aunque estoy segura de que mi profesora de Pilates podrá comprobar la extraordinaria facilidad que he adquirido para hacer sentadillas.
Desfondada viva, en el aeropuerto de Kunming nos despedimos de nuestros compañeros de trajines. Ellos regresan a sus países vía Pekín, nosotros por Chongqing. Esperaba un buen rato de «mándame las fotos» y «llámame si vas a Suiza», pero la despedida ha sido brevísima porque Nixon nos ha mandado embarcar. Al abrazarnos he visto lágrimas en los ojos de Julia y de Kornelia. Qué bonicas. Desde que dejé de ser «the Spanish woman» nos hemos cogido cariño.
Facturamos las maletas. Hay un problema. Un mechero. Empezamos bien. Me abren la maleta, lo localizo rápidamente, me deshago de él y embarcamos hacia Chongqing. Al aterrizar, nos perdemos en el aeropuerto: es tan grande que para ir de la terminal de vuelos internos a la de salidas internacionales tardamos quince minutos en taxi. Está preparado para que los mil cuatrocientos millones de chinos viajen al mismo tiempo.
Venga, ya queda el último tirón. Otra vez a facturar equipaje, y otra vez otro mechero. La chica me señala la zona de la maleta en la que se supone que está, pero no lo encuentro. Empieza a sacar ropa y veo mis bragas sucias y sobaqueras desparramadas por el mostrador. Avergonzada, encuentro el mechero, juro que para el próximo viaje me compraré media docena de bragas de La Perla, terminamos de facturar y solo nos quedamos con el equipaje de mano. Pero, al pasarlo por la cinta antes de embarcar, el acabose: otro mechero. «Eso te pasa por robármelos siempre», me dice mi santo. Nunca pensé que fumar pudiera causar más problemas que enfermedades.
Volamos durante la noche y llegamos a Madrid por la mañana temprano. Un par de cafés, media tostada de tomate con jamón, ¡jamón!, un cigarrillo (excuso decir que hemos tenido que pedirle fuego a un paisano) y en coche hasta Cartagena. Abrimos la puerta de casa a las tres de la tarde y, tras día y medio de viaje, nos derrumbamos en el sofá. Mi santo se queda dormido nada más sentarse y no oye al heredero, pero yo sí. «Tenemos que volver, ¿vale?». Vale.
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