La China de Rosa Polo | Día 9 (Shangri-La)
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La China de Rosa Polo | Día 9 (Shangri-La)
Llegamos a Shangri-La, que ni se llama así ni es la aldea de recogimiento que creíaNecesitas ser registrado para acceder a esta funcionalidad.
Otro día de lluvia en China. Yo me creía un abeto, pero soy un pino carrasco, y empiezo a acusar la falta de sol. He dormido mal, el desayuno es un hervidero de gente y no hay cubiertos, así que acabo untando la mantequilla en la tostada con un palillo mientras comparto mesa con una madre que lucha para que su hijo coma algo. Me solidarizo con el crío: si me tengo que meter yo ese cuenco de fideos a las siete de la mañana, me echo a llorar.
Casi lo hago cuando nos despedimos de Leonor y Schoch. Entristecerse porque no vas a ver más a dos personas a las que conoces de tres días es de melodrama barato, lo sé, pero este viaje es como la casa de 'Gran Hermano': aquí todo se magnifica. Las penas, por supuesto, pero también las alegrías. Y yo recupero la mía en cuanto recuerdo nuestro próximo destino: Shangri-La.
Shangri-La es un lugar mítico donde nadie envejece, donde reina la paz y la armonía y donde reside la sabiduría universal. No es fruto de mi imaginación de novelista frustrada, sino de la de James Hilton, quien lo concibió así en 'Horizontes perdidos'. Después, solo hizo falta la adaptación cinematográfica de Capra en 1937 para que la idea de la existencia de un paraíso terrenal perdido en el Tíbet cundiera en medio mundo. Pero la leyenda comienza a tambalearse cuando Betsy, nuestra guía tibetana, nos cuenta que hace más de veinte años el gobierno cambió el nombre de la ciudad, Zhondiang, por el de Shangri-La para atraer el turismo. Y lo consiguió. Vaya si lo consiguió.
Antes de llegar hacemos un alto en la Garganta del Salto del Tigre, un cañón del Yangtsé donde el río ruge como el animal que le da nombre. El panorama es tan impresionante como el gentío: no cabe ni un turista más haciendo fotos o vídeos o directos en TikTok. Ven lo que tienen ante sí a través de una pantalla, como si por mirar directamente a las aguas turbulentas fueran a caer en ellas.
Ha dejado de llover, hace calor y, aunque no luce el sol, la mayoría de las chinas jóvenes van cubiertas de arriba abajo: veo medias, guantes desde el inicio del brazo hasta la punta de los dedos, sombreros gigantescos, sombrillas y alguna que otra máscara que solo deja los ojos al descubierto. Yo apenas me defiendo con un miserable factor de protección; así está mi cara y así están las suyas: lisas, inmaculadas, perfectas. La envidia me corroe.
Seguimos hacia Shangri-La ascendiendo entre las montañas. Con el vértigo que tengo prefiero no mirar por la ventanilla del autobús, pero miro. Subimos hasta los tres mil doscientos metros. Llevamos pequeñas botellas de oxígeno individuales, pero no hacen el efecto esperado: al llegar a nuestro destino, tan solo mi santo, Patrick y el chino simpático son capaces de echarse un cigarrillo. Julia y yo no podemos pegar ni una calada.
El casco antiguo de Shangri-La sufrió un voraz incendio en 2014, pero resurgió de sus cenizas y fue restaurando respetando el modelo original. Hoy, este barrio peatonal y coqueto que exhibe la rueda de oración más grande del mundo, estupas, templos budistas, banderolas tibetanas y casas de madera rehabilitadas, se ha convertido en un decorado fotográfico: está repleto de establecimientos donde te alquilan los trajes tradicionales, te maquillan, te peinan y, en el caso de que no tengas una amiga o un novio sufrido que te fotografíe, te hacen un retrato profesional. El asunto me resulta tan raro como vestirme de cartagenera e irme al puerto a hacerme fotos, pero lo cierto es que los ojos se me van detrás de los mantos de colores vibrantes y de las pieles mullidas. El heredero se percata. «No te vistas de tibetana, madre, que eso es apropiación cultural», me advierte. Esto de tener un hijo tan concienciado me quita la ilusión.
A unos cinco kilómetros está el monasterio de Sumtsenling. Imponente, reinando sobre un pequeño pueblo que se desparrama por la colina y en el que viven los monjes y los trabajadores del monasterio, sus deslumbrantes tejados dorados se recortan en el cielo. Tengo la sensación de hallarme ante un lugar irreal, mágico, y deseando visitar los templos comienzo a subir unas escaleras interminables y empinadas en las que tengo que parar varias veces para tomar oxígeno. Al llegar, la sensación se desvanece: hay un mercadeo que deja en mantillas la venta de recuerdos del Vaticano, y en los alrededores se fotografían más chicas y más chicos, y madres y padres, y niños y niñas. El bullicio que forman llama a cualquier cosa menos al recogimiento.
Afortunadamente, en el interior de los templos está prohibido hacer fotos. Casi en solitario, los recorremos de izquierda a derecha admirando el extraordinario derroche de colores, murales, telas estampadas, libros, incensarios e imágenes de Buda de todos los tamaños. Aquí dentro sí hay paz, y silencio. Un monje reza sentado en un banco. Yo también rezo. No sé exactamente a quién, pero lo hago. Solo le pido que tengamos una feliz vuelta a casa.
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